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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Plaza Pública

Secesión y ciudadanía. Derecho a la sensatez

Pepe Reig Cruañes

Llámenme agorero, pero mucho me temo que todo esto de Cataluña y el derecho a decidir acabe llevándonos de nuevo al melancólico debate noventayochista sobre el ser de Españay a la renacida tesis de la débil nacionalización. Si no, al tiempo.

Los sucesivos ensayos de españolización autoritaria, de los que el nacional-catolicismo es sólo el penúltimo, liquidaron las posibilidades de una “nacionalización” inclusiva y realista. Incluso el de 1978, frustrado y a la vez exitoso, con su paradójica forma de “descafeinar” la muerte del centralismo, justamente repartiendo “café para todos”.

El intento de un nacionalismo consensual nunca llegó a ser compartido, ni por la periferia ni por buena parte de la izquierda. Justamente la parte que profesa una suerte de patriotismo constitucional de baja intensidad, poco dado a compartir los muy contaminados símbolos del españolismo. La otra parte se contagió de una suerte de neonacionalismo retórico –apoyado en fenómenos deportivos y populares- para competir con la derecha. Y ésta última, hipersensible a todo nacionalismo pero incapaz de notar el suyo propio, siguió en su españolismo tradicional y unitarista, sordo a la pluralidad. Este españolismo, libre ya de complejos, es el que últimamente lleva a UPyD y al propio PP a plantear la “recentralización” y devolución de competencias.

Lo que aquí fracasa es el relato inclusivo y plural que hubiera debido sobreponerse a la uniformización desde arriba (vid. Revista AYER, 2013). Y esa es una responsabilidad que atañe simétricamente a la incapacidad de la derecha para erigir un concepto realista de España y la de la izquierda para jugar en su propio terreno con el que hubiera debido ser su modelo de nación.

La mala suerte del federalismo

El federalismo ha tenido poca suerte en nuestro suelo. Tras deberle a Cataluña su origen (Pi y Margall), muy probablemente le deberá, además, su final. Lo de en medio tiene también acento catalán: la lectura federalizante de la Constitución ha sido instada casi siempre desde allí, arrancando transferencias, sistemas de financiación y reformas estatutarias.

Se da la paradoja de que ni los nacionalistas catalanes ni los soberanistas de última hora han simpatizado nunca con la solución federal. Preferían la ventajosa ambigüedad del Estado autonómico que no obliga a renunciar, sino sólo a posponer, el “estado propio”.

La derecha española, por su parte, era alérgica al término mismo, aunque ahora se desgañite proclamando que nuestro Estado autonómico es “cuasi” federal. La pluralidad nacional la siguen viendo, simplemente, como ruptura del Estado. 

Los que hubieran debido desarrollar la idea, las izquierdas formalmente partidarias del federalismo, renunciaron (¿pragmáticamente?) a llenarla de contenido en aras del consenso transicional. Ahora (a la fuerza ahorcan), tanto PSOE como IU se aplican a ello, sabiendo quizá que es lo más sensato, pero también que pueden estar llegando tarde. El PSOE aprobó en julio de 2013 el llamado documento Granada que recoge las propuestas del grupo de constitucionalistas del PSOE-A, encabezado por Gregorio Cámara y Pérez Royo. Una reforma para reflejar la actual estructura de comunidades autónomas, un Senado territorial, federalización del poder judicial, catálogo de competencias, relaciones entre el poder central y las autonomías así como órganos de cooperación y sistema de financiación. Esos planteamientos, permitieron luego acordar con el PSC unos mínimos de federalización compartidos, aunque no el reconocimiento del carácter nacional de Cataluña, límite al parecer infranqueable, hoy por hoy, ni tampoco el peliagudo derecho a decidir. Un límite que IU sí está dispuesta a superar a juzgar por los preparativos de su Conferencia sobre el Modelo de Estado. Lo que hasta hoy se conoce de sus líneas maestras habla de un “Estado federal, republicano, plurinacional y solidario”.

Por si llegar con retraso no fuera bastante problema, con el renacimiento del neo-españolismo y el sentimiento nacional herido de los catalanes, la sensatez pierde mucho de su atractivo. El federalismo no tiene quien le escriba.

¿Fracaso del Estado Autonómico?

Es inevitable que con lo que llueve ahora se vea como un fracaso, pero lo cierto es que el modelo de la España Autonómica, funcionó relativamente bien durante un cuarto de siglo. Contuvo los conflictos en un plano competencial, que es un plano en el que siempre cabe la negociación. Cierto que no llegó a desactivar el esencialismo identitario, que medró primero lavadamente y luego a plena luz.

El Estado Autonómico es tendencialmente federal, pero sus graves carencias manifiestan ahora su potencial invalidante: falta el reconocimiento de la plurinacionalidad, la cooficialidad asimétrica (en la comunidad pero no en el Estado) minoriza las lenguas vernáculas, falta un marco competencial claro y mecanismos de cooperación, financiación sin corresponsabilidad fiscal, no hay cámara territorial, etc.

El limitado intento de retoque constitucional de la primera legislatura de Zapatero, naufragó ante la imposibilidad de incorporar a una derecha que ya apostaba por el inmovilismo airado. El caso es que ahora aquellas inconsistencias sirven para cuestionar el modelo entero, tanto desde el neo-españolismo como desde los otros nacionalismos. Para los primeros es continuación de la agitación “re-centralizadora” de la “caverna mediática”, que hizo del supuesto privilegio catalán un casus belli. Para los segundos, simétricamente, se trata del agravio insufrible, confirmado con cada nuevo ataque centralista.

El sistema se fractura justamente por donde asoman sus rigideces. El “humillante” final del Estatuto Catalán, aprobado en el Parlament, retocado en las Cortes y votado en referéndum, para ser luego mutilado en el Constitucional (STC 31/2010), no podía dejar de incentivar una deriva soberanista. Con razón dijo Javier Pérez Royo que esa sentencia dejaba a España “sin Constitución territorial”. Pero ya antes, la irresponsable campaña de firmas contra el Estatut, impulsada por Rajoy (¿dónde están ahora esas firmas?), y las maniobras para condicionar a un Tribunal Constitucional (recusación de Pérez Tremps) cuya renovación se había bloqueado para no perder la mayoría conservadora, habían roto los puentes de un entendimiento con el sistema político. La incapacidad del PSOE, entonces gobernante, para desactivar semejante ofensiva es una de las oportunidades perdidas en la construcción de una mayoría constitucional de progreso. Una mayoría que habría debido vacunarnos contra el pernicioso inmovilismo que parece hoy la única respuesta desde el Estado.

El desafío soberanista

A aquella ofensiva exitosa de la derecha, corresponde reactivamente el actual órdago soberanista, aunque éste tiene también fundamentos propios. Una parte creciente de catalanes se siente de agravios reales e imaginarios. Luego está el componente "huida de la crisis", más importante de lo que parece. Huida como sensación de que Catalunya podría esquivar una crisis “importada”, separándose del resto. La idea de que deuda y déficit se esfumarían con la sola declaración de independencia está hecha de balanzas fiscales y otras medias verdades, pero funciona. Huida también como desvío de buena parte de la energía social desde la protesta contra la crisis y la austeridad hacia la soberanía. Por último, huida como forma de eludir el desapego respecto a la clase política: allí al menos el soberanismo parece un proyecto de algo, cuando nadie más parece tener ni siquiera un plan.

Junto a los fundamentos de hecho hay también algún truco retórico. El llamado derecho a decidir será una reescritura del dudoso derecho de autodeterminación, pero tan sutil que el propio Tribunal Constitucional la considera constitucionalizable. Aparte de eso, el énfasis en ese debate difumina el contenido de la consulta (sí o no) en favor de la consulta misma. La negativa a facilitar su despliegue no hace más que alimentar artificialmente el soberanismo. La opción independentista no empezó a ser mayoritaria hasta que se subrogó en ese derecho que el sistema no ha sabido encajar. Lo inteligente para la mayoría gobernante, y más aún para la oposición socialista, habría sido desconectar hace tiempo ambas cuestiones (decisión e independencia) y convocar desde Madrid ese referéndum para el que el Parlament acaba de pedir la competencia legal.

Además de fundamento y oportunidad, el desafío soberanista tiene el atractivo de la radicalidad por etapas: cuando tienes un plan de máximos, cada pequeño movimiento que haces parece una gran victoria, sobre todo porque lo que hay enfrente es el puro e inútil inmovilismo. Denegada la competencia del referéndum, se irán a casa a dar el siguiente paso y el siguiente a ese y el de más allá. Inexorablemente. El famoso choque de trenes está servido.

La democracia, tal como salió de los pactos transitorios y como se ha ido consolidando después, está ante su primera encrucijada seria. El desbordamiento de la estructura territorial puede acabar cuestionando el resto. De la respuesta que se le dé depende qué será lo que sobreviva y qué lo que muera. Me parece que hay dos caminos: el primero es sensato, pero improbable. El segundo es mucho más probable, pero vulnera el derecho no escrito a la sensatez.

La salida improbable

Lo improbable es que salgamos a tiempo del inmovilismo constitucional y empecemos por desconectar el derecho a decidir de la opción independentista, asegurando una consulta legal. El Constitucional ha abierto sabiamente esta puerta y nada impide atravesarla con negociación. O bien quien tiene la competencia convoca, o bien autoriza a quien no la tiene.

Lo siguiente es afrontar una reforma constitucional que complete la obra descentralizadora de la transición, diseñando una España federal. Nada menos: reconocimiento de la realidad plurinacional, cámara territorial, financiación con equidad, fondo de Garantía del Estado del Bienestar (ligado al PIB y no a la recaudación), corresponsabilidad fiscal y reparto cerrado de competencias. Un nuevo pacto estatal y una nueva cultura política federal, como base del nuevo régimen.

La salida indeseable

Con la esperada negativa de las Cortes bajo el brazo, el soberanismo regresará a su hoja de ruta. El inmovilismo, en cambio, no parece tener ninguna. Para aquellos será el insistir en sus pequeños pasos, hasta sacar las urnas, en referéndum o en elecciones plebiscitarias. Si lo primero, tendremos mayoría de votos a favor de la independencia. Si lo segundo, mayoría abrumadora de escaños independentistas que, en la primera sesión del nuevo Parlament, declarará unilateralmente la independencia del Estado Catalán.

En tal caso, ¿qué hará el Gobierno con su inmovilismo? ¿mandar a la Guardia Civil a requisar las urnas?¿sacar al ejército, suspender el Estatut, detener al Govern?

La ultraderecha política y mediática, de la que el PP nunca se ha independizado, exigirá una respuesta ejemplar. No cuesta imaginar de qué cariz. Quienes alimentaron irresponsablemente el anticatalanismo no están entrenados para concebir respuestas de alta sensibilidad democrática. Aún sin llamar a la Guardia Civil, las presiones para suspender la autonomía catalana serán pronto irresistibles. La campaña de re-españolización y neo-patriotismo será ineludible para un gobierno sin otra hoja de ruta que el inmovilismo. Hay ya indicios suficientes de un programa oculto de involución en derechos sociales, en libertades cívicas y hasta en la mera tolerancia intelectual, para sospechar el cariz de la era que inauguraría esa clase de reacción. La independencia de Catalunya no sería impedida, por supuesto, como mucho levemente pospuesta, pero en cambio entraríamos en una nueva depresión colectiva, como aquella de 1898, y un nuevo autoritarismo.

Si esa fuera la respuesta del gobierno a una secesión de facto, si la respuesta a una insensatez fuera otra insensatez de orden inverso ¿qué debería hacer la izquierda? En primer lugar, asumir su fracaso por no haber implantado a tiempo la solución federal. En segundo lugar, impedir a toda costa la respuesta autoritaria, apelando a la ciudadanía democrática para una nueva transición. Transformar el revés en oportunidad, proponiendo una constitución, para el resto del país, que reconozca con realismo su intrínseca pluralidad. Alguien debe levantar esa bandera, porque la sensatez también es un derecho.

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