Economía a debate

Más allá del resultado electoral del 25-M

José Antonio Nieto

El resultado electoral del 25 de mayo era en gran medida previsible para el conjunto de países de la UE. La abstención ha reducido el apoyo y la presencia relativa de socialdemócratas y cristianodemócratas, y ha elevado la representación en el Parlamento Europeo de otros partidos que en este momento recogen mejor el sentir de la ciudadanía. Sin embargo, la mayoría de las formaciones que han ganado peso son antieuropeas, ultraconservadoras o marcadamente nacionalistas, lo que constituye un motivo de seria preocupación. La excepción son algunos grupos de izquierda que emergen de la mano de formaciones respaldadas fundamentalmente por ciudadanos que no están conformes con “esta” Europa, pero tampoco parecen desear una vuelta atrás en el proceso de integración de la UE. El caso de España muestra dos de esos rasgos: agotamiento del bipartidismo y mayor presencia de la izquierda, como respuesta a la grave situación actual.

Si en lugar de analizar solo los resultados electorales, o su posible impacto en el panorama político español, pensamos en las posibilidades que se abren para esa “otra” Europa, el escenario no invita al optimismo, aunque sí deja abiertas puertas para cambiar algunos de los fundamentos que hasta ahora rigen la construcción europea. Hablar de otra Europa significa entender la realidad europea de una forma distinta a como la presentan las instituciones de la UE, e implica también avanzar en la formulación y aplicación de alternativas que ayuden a reducir las desigualdades sociales, regionales y sectoriales, en lugar de centrarse en dar fluidez a los mecanismos que facilitan el funcionamiento de las empresas y de los sectores económicos más poderosos, en particular el financiero.

Desde este planteamiento, el nuevo Parlamento y la Comisión Europea tienen por delante una tarea nada fácil, puesto que han de hacer frente a la compleja situación actual, marcada por la persistencia e intensidad de la crisis (y las políticas erróneas que se están aplicando), por la orientación política antieuropea que aflora con fuerza creciente en muchos países (y que se nutre incluso de planteamientos xenófobos y ultranacionalistas), y por el divorcio cada vez mayor entre los ciudadanos y las instituciones de la UE.

Hay muchos ámbitos internos y externos en los que Europa debería modificar sus pautas de comportamiento si desea avanzar hacia una mayor integración de sus pueblos y ciudadanos. Ahora solo vamos a centrarnos en tres de esos ámbitos (el BCE, la fiscalidad y el presupuesto comunitario), valorando los límites y posibilidades que ofrecen para avanzar hacia una Europa más cohesionada. Sin embargo, el carácter prioritario de las actuaciones que derivan de cada uno de esos tres ámbitos (y de los tres interrelacionados recíprocamente) permite también la formulación de propuestas específicas y de políticas de más amplio alcance orientadas a configurar otra Europa, otra Europa más progresista y equitativa, dado que esos ámbitos prioritarios afectan a la política monetaria, a la política fiscal y a la política presupuestaria (como eje de las políticas públicas comunitarias).

Desde esa perspectivas se puede pensar en abordar cambios estructurales en Europa, en el bien entendido de que esos cambios no tienen nada que ver con lo que la mayoría de nuestros gobiernos e instituciones denominan “reformas estructurales”, ya que estas últimas, lamentablemente, se están limitando a precarizar aún más las condiciones laborales y salariales, además de facilitar la acumulación del capital y la riqueza en manos de una minoría, en lugar contribuir a reducir los desequilibrios sociales, económicos y productivos, como paso necesario para mejorar los niveles de vida de los ciudadanos.

Detrás de este planteamiento está una idea sencilla pero contundente: las políticas públicas de la UE pueden liderar un cambio radical en el diseño y aplicación de las políticas públicas de los Estados miembros. Aunque en la situación actual esa idea parezca cada vez más lejana, no tendría sentido ceder competencias a la UE para que las disuelva en pro de un fundamentalismo de mercado que solo beneficia a una minoría.

1) Cambiar el funcionamiento del BCE. El Banco Central Europeo no puede funcionar con el objetivo explícito de controlar la inflación y con el objetivo implícito de ayudar al sector financiero privado. El Tratado de la Unión Europea recuerda que el BCE tiene que contribuir al cumplimiento de los objetivos generales de la UE, entre ellos la mejora de los niveles generales de empleo y bienestar, además de la estabilidad fiscal y financiera de los países. Si es difícil cambiar los estatutos, el nuevo Parlamento tendrá que buscar medios para lograr con urgencia que el BCE modifique sus procedimientos e instrumentos de intervención en los mercados mientras se busca el modo de cambiar también sus fundamentos jurídicos.

Sin embargo, la composición del nuevo Parlamento no va a facilitar esa tarea, por lo que no queda más alternativa que impulsar esos cambios desde la sociedad civil, insistiendo en ello por otras vías democráticas adicionales, recordando la importancia de las políticas públicas, en especial las destinadas a mejorar el empleo, la equidad y el bienestar social, y subrayando que la política monetaria no puede permanecer al margen de los objetivos sociales ni del control democrático.

Por ejemplo, no parece racional que el BCE siga operando con deuda pública en los mercados secundarios, lo que beneficia más a los bancos privados que actúan como intermediarios, y no parece lógico que la deuda pública de la zona euro solo tenga como pautas de comportamiento común las palabras de Mario Draghi, cuando parece jugar a “meter miedo a los mercados” pero renuncia a utilizar otros instrumentos de protección contra unos mercados financieros desregulados, que actúan perjudicando a la mayoría de la población y beneficiando solo a un reducido grupo de privilegiados.

Para ello se requiere un Parlamento Europeo con capacidad de participar en la gobernanza económica de la UE y de aprobar las prioridades y estrategias para la unión económica y monetaria, incluyendo instrumentos comunes para sanear las finanzas públicas (déficits y deuda pública). El Parlamento no puede seguir quedando relegado de la definición y gestión de los objetivos y medios de acción del BCE y de la unión económica y monetaria. Si se obstina en no facilitar los cambios estructurales que necesita Europa, el divorcio entre la ciudadanía y las instituciones irá en aumento y las desigualdades actuales y su posible incremento futuro podrían llevar a situaciones en las que la Europa oficial se vea superada por la otra Europa.

El nuevo Parlamento, si quiere hacer algo distinto, ha de luchar por cambiar las normas de funcionamiento, hasta el punto de lograr que los intereses colectivos predominen por encima de los del sector financiero. Aunque para ello sea necesario definir, por ejemplo, niveles de inflación compatibles con la necesidad de no aumentar las disparidades internas entre los pueblos de Europa ni seguir deteriorando el nivel de vida de los ciudadanos. La Unión Económica y Monetaria no puede reposar sobre las bases de un comportamiento pretendidamente técnico, porque su finalidad ha de ser ante todo social y los mecanismos de control han de ser políticos.

2) La convergencia fiscal en la UE. Se habla mucho de aproximación, armonización, e incluso convergencia de los sistemas fiscales europeos, pero los avances son mínimos. En la UE sigue habiendo paraísos fiscales y unos niveles de fraude muy elevados. Las estructuras impositivas apenas convergen, y si lo hacen es sobre todo en el aumento de la presión fiscal indirecta (como muestra con claridad la propuesta de “reforma fiscal” del gobierno español). La mayor aproximación fiscal en Europa se ha producido por la vía del gasto público, forzando a los países, especialmente a los más débiles, a recortar gastos en aras de una austeridad mal entendida. De una austeridad que está agravando y ampliando la crisis y la situación de endeudamiento de muchos países, sin permitir siquiera que se plantee como legítima la obligación de realizar una auditoría sobre la deuda, para conocer qué parte de su incremento no debe ser sufragada con el esfuerzo colectivo de la mayoría de los ciudadanos, sino de los responsables de esa situación.

Como es bien sabido, aunque intente ocultarse en la información oficial que se ofrece, en España la deuda exterior se ha disparado tras las ayudas al sector financiero y la insistencia en corregir el déficit público recortando solo gastos, sin buscar nuevas fuentes de ingresos públicos, basadas en una profunda reforma fiscal que evite el fraude y corrija las inequidades actuales, además de crear empleo. Ante temas de esta entidad, cabe plantearse si el Parlamento Europeo tendrá capacidad de actuar sobre la fiscalidad, más allá de los compromisos actuales, y si podrá contribuir a una organización federal de Europa, que se pueda fundamentar sobre la base del federalismo fiscal. Aunque el escenario resultante del proceso electoral del 25 de mayo no lo facilite, una de los cambios estructurales que precisa la nueva Europa pasa, precisamente, por un nuevo compromiso fiscal que sirva de base a una Unión Económica que complete y revitalice las bases insuficientes y nada equitativas de la actual Unión Monetaria.

A los eurodiputados les corresponde decidir por dónde empezar y con qué ritmo, porque la idea de la integración no será creíble mientras haya privilegios fiscales y el grueso de la carga impositiva siga recayendo sobre las rentas del trabajo. En los planos nacional y regional, más cercanos al nivel de decisión de los pueblos de Europa, está claro que propuestas de reforma fiscal como las que plantea el actual gobierno de España suponen varios pasos atrás en el deseo de lograr sistemas fiscales más estables, eficientes y equitativos.

Es obligado combatir esas falsas reformas fiscales, porque van en la vía de las falsas reformas estructurales conducentes a incrementar las desigualdades, en lugar de ampliar las bases de cohesión y solidaridad, respetuosas con las diferencias de cada formación social, que debería presidir el espíritu integrador de otra Europa. Y, sobre todo, que deberían dirigir las políticas europeas hacia la creación de empleo y condiciones de vida dignas para los ciudadanos: sin empleo no habrá recuperación, y sin el objetivo de facilitar condiciones de vida dignas para la mayoría de la población las políticas supuestamente destinadas a la creación de empleo no serán útiles para contribuir a reducir las desigualdades.

Ni esta Europa ni otra Europa tendrán sentido si se centran en favorecer la acumulación privada de capital, despreciando y utilizando como instrumento para ello las rentas del trabajo, o lo que es lo mismo, la dignidad de la mayoría de los ciudadanos que, sumergidos poco a poco y de manera tendenciosa en un contexto viciado de globalización, sentimos la sensación de que sobramos las personas, de que solo somos necesarias para votar y pagar impuestos, cuando el centro de la economía y la política deberían ser, precisamente, las personas.

3) Transformar el presupuesto europeo. En este caso no se trata solo de aumentar el presupuesto común ni de corregir algunos de sus gastos, sino de modificar sustancialmente la forma de elaborar el presupuesto, su mecánica de ingresos y gastos, y su incidencia sobre la economía europea. El nuevo Parlamento no puede aceptar que el presupuesto se elabore para un horizonte de siete años y a continuación otros siete más, porque en ese caso serán necesarias varias legislaturas para cambiar lo que ahora existe. Si se actúa de ese modo, será casi imposible reforzar políticas europeas destinadas a mejorar la cohesión y a actuar sobre aspectos concretos que den contenido real al casi vacío concepto actual de ciudadano de la Unión.

Por ejemplo, si no se impulsa un cambio radical en el presupuesto comunitario no será posible estimular la movilidad de los ciudadanos, de los trabajadores (en condiciones dignas) y de los estudiantes (con becas que favorezcan realmente la igualdad de oportunidades), ni será factible avanzar hacia una política de inmigración común (respetuosa con los derechos humanos y con el progreso de formaciones sociales que aspiran a mejorar sus niveles de bienestar), ni se podrán sentar las bases de una política de I+D+I en Europa, que pueda combatir la brecha productiva existente entre los países del norte y del sur del continente (en lugar de concentrar sus reducidos recursos financieros en sectores privilegiados que apenas contribuyen a mejorar la actividad de la mayoría de las empresas ni el entorno económico y social que debería servir de base para la innovación, la capacidad emprendedora y la mejora de los niveles científicos y educativos).

Si se desea avanzar en la construcción europea será necesario más y mejor apoyo presupuestario desde la UE. Quizá los recursos movilizados no puedan ser suficientes para avanzar a corto plazo en la construcción de otra Europa, pero supondrán un apoyo importante para los esfuerzos que puedan desplegar los gobiernos nacionales, regionales y locales. Sumados unos y otros recursos, gobernados por objetivos comunes destinados a reducir las desigualdades, y aplicados en el contexto de mecanismos de actuación debidamente diseñados para actuar en un ámbito de decisión “multinivel” (o federal), los recursos el presupuesto europeo pueden ser el inicio de un camino hacia otra Europa.

Esto puede ser una condición necesaria, aunque no suficiente, ya que esto último depende de más aspectos vinculados a la voluntad política de los gobiernos y a la presión democrática que sobre ellos han de ejercer los ciudadanos, no solo por las vías convencionales de representatividad política, sino también por la acción de redes sociales y otros cauces cívicos. ¿Por qué seguir despreciando las políticas públicas que dan legitimidad a los gobiernos ante sus ciudadanos, para mantener solo aquellas otras que refuerzan la acumulación privada de capital?

La mejora de los instrumentos de financiación del presupuesto comunitario, reforzados con mecanismos fiscales propios de un espacio económico común (no solo monetario), y fortalecidos con un BCE que motive sus actuaciones sobre la bases de objetivos más sociales y democráticos que la actuales, puede marcar la senda de políticas genuinamente europeas, capaces de ser percibidas por los ciudadanos como pasos hacia una mayor integración europea, y capaces de impulsar efectos multiplicadores que contribuyan a configurar una estructura productiva europea menos desequilibrada.

Por ello, más por calidad que por cantidad, más por ética que por estética (aunque también), el presupuesto comunitario ha de ser una pieza central para otra Europa fundamentada desde el federalismo fiscal, con una unión económica y política distanciada del neoliberalismo reinante, y con una proximidad a sus ciudadanos que sirva de garantía para respetar las diferencias entre los pueblos, fomentando su proximidad e integración.

Sería muy mala señal conformarse con el actual marco presupuestario y posponer varios años cualquier reforma financiera de la UE. Sin embargo, la gran pregunta, formulada de nuevo desde la óptica del análisis electoral, es si con el nuevo Parlamento se podrá avanzar hacia otra Europa o si los eurodiputados se perderán en la lenta capacidad de acción de la UE, justificándose en que sus atribuciones son “muy limitadas” frente a las demás instituciones y gobiernos. La composición del Parlamento refleja sin duda el proceso electoral vivido, aunque muy probablemente está lejos de reflejar el sentir de la mayoría de los ciudadanos, puesto que un muy amplio colectivo de europeos no han acudido a las urnas y, además, gran parte de los que lo han hecho probablemente han condicionado en exceso su voto por claves políticas internas de su país, en lugar de por aspectos más vinculados al futuro de la integración europea.

Con las elecciones europeas aflora de nuevo una realidad específica: la mayoría de ciudadanos y partidos políticos actúan fundamentalmente en clave nacional, dejando Europa en un segundo plano. Pero a la hora de pedir responsabilidades e intentar resolver problemas, la UE parece estar en el origen de todos los males. Es un difícil encaje en el que la pluralidad de los pueblos de Europa y de sus ciudadanos parece anclada a realidades nacionales o regionales, aunque en el horizonte lejano exista un enfoque paneuropeo. Desde esa perspectiva plural (distinto a la visión propia de las instituciones de la UE) la pregunta clave es si el nuevo Parlamento podrá contribuir a reducir las desigualdades, o si los eurodiputados seguirán al servicio de una Europa ineficiente (porque no consigue ni sus objetivos programáticos), inestable (en sus acciones dentro y fuera de la UE) y nada equitativa (en el reparto de los beneficios y costes de la integración).

En materia social, la UE y sus países parecen haber renunciado a las políticas de bienestar que daban un rasgo de distinción a Europa frente al resto del mundo; por ello, avanzar en estructuras fiscales europeas más comunes es un requisito ineludible.

En el ámbito regional, Europa aparece cada vez más fracturada, con países y regiones en desindustrialización y carentes de estrategias productivas sólidas y sostenibles; por lo tanto, la UE no puede seguir haciendo abstracción de su capacidad de generar e impulsar políticas económicas, productivas y sociales, amparándose en la falsa idea de que la iniciativa privadas es más eficiente que las políticas públicas.

En el ámbito sectorial, ni la UE, ni sus países ni la economía mundial pueden seguir permitiendo que los intereses financieros campen a sus anchas, sin regulación ni control, actuando en beneficio propio y pretendiendo, además, que sus acciones queden impunes: impunes para esconder sus beneficios e impunes también cuando arbitran mecanismos para trasladar sus pérdidas a los demás, encubriéndolas con políticas económicas de falsa austeridad.

Ni los ciudadanos merecen esta UE, ni la UE (como idea integradora) merece fundamentarse sobre la defensa de los intereses de una minoría. No son tiempos ni para el despotismo ilustrado ni para el capitalismo salvaje: aunque una nueva forma de capitalismo financiero parece consolidarse, con el apoyo de los procesos de desregulación y la asimilación acrítica de los efectos más perversos que la globalización impulsa sobre nuestra vida, nuestro bienestar colectivo, nuestras normas laborales y salariales, y sobre el concepto de políticas públicas, que parecen haber caído en desgracia, cuando han sido precisamente las políticas públicas las que han servido de base para lograr mayores cotas de progreso e igualdad, al menos en Europa.

Sin una base de creciente solidaridad como fundamento de la de las políticas económicas resulta impensable avanzar en la integración europea, porque las diferencias pesarán más que los objetivos comunes. Es más, esa estrategia no puede ser ajena a un contexto de mayor regulación y mejor gobernanza mundial, que evite que el capital transnacional siga imponiendo su hegemonía, sin tomar en consideración ni la sostenibilidad del planeta y la dignidad de la mayoría de sus habitantes.

Quizá las nuevas instituciones de la UE, Parlamento y Comisión a la cabeza, no estén a la altura de nuestras ambiciones. Pero sería demasiado fácil dejarles seguir actuando a su manera, sin cuestionar sus acciones. Y sería suicida esperar otros cinco años, pensando que las reformas que nos propongan pueden ser útiles, cuando lo que de verdad precisamos es un profundo cambio estructural que conduzca a otra Europa. ________________________________________________

José Antonio Nieto es profesor titular de Economía Europea en la UCM, miembro de la Asociación econoNuestra y autor de una novela sobre la crisis titulada El agua de la muerte

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