La portada de mañana
Ver
La red infinita del lobby de la vivienda: fondos, expolíticos, un alud de 'expertos' y hasta un pie en la universidad

A la carga

El 'intelectual colectivo' babea

En 1981, José Luis López Aranguren escribió un artículo en El País en el que describía a este diario como “intelectual colectivo”. En las grandes ocasiones, el “intelectual colectivo” da lo mejor de sí mismo y saca en tropel a sus “grandes firmas”. La abdicación del rey es ciertamente una de esas ocasiones, así que no sorprende que hubiera edición especial vespertina, editoriales solemnes y decenas de artículos de opinión que nos han permitido comprobar en qué estado se encuentra nuestro “intelectual colectivo”: un estado que podríamos diagnosticar de comatoso y terminal, con un discurso tan gastado como el de los dos grandes partidos nacionales, lo que ya es mucho decir.

En primer lugar, resulta chocante que nuestro “intelectual colectivo” se apunte a la moda cortesana de hacer balance del “reinado”. Juan Luis Cebrián le pone una nota de “sobresaliente cum laude” y Felipe González explica que el rey “nos da por primera vez en 300 años un periodo de estabilidad democrática y de convivencia en libertad”. Francisco Basterra añade que “las últimas cuatro décadas han sido sin duda los mejores 40 años de nuestras vidas”. ¿Qué tiene todo eso que ver con Juan Carlos I? ¿De verdad alguien piensa que nuestra estabilidad democrática es consecuencia de la monarquía? Tenía sentido evaluar un reinado cuando el monarca era el soberano, pero en una democracia constitucional como la nuestra, en la que el rey es solamente una figura simbólica, referirse a los logros del reinado es un puro anacronismo. El rey no es responsable de las grandes transformaciones por las que ha pasado España en los últimos cuarenta años. Dichas transformaciones son resultado del ejercicio de la democracia, es decir, de la ciudadanía, sus representantes y las instituciones. Juan Carlos I, salvo en la fase inicial de la transición, a la que enseguida me referiré, ha desempeñado un papel marginal (por simbólico) en la modernización del país. Tampoco, pues, cabe atribuirle a su figura los males de la patria.

Evidentemente, en la transición a la democracia, el rey tuvo una importancia capital. Yo mismo creo haber aportado algo de luz a ese periodo en un libro reciente en el que examino con detalle el proceso de cambio político entre la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas. Sería absurdo cuestionar el papel protagonista del rey. Ahora bien, de aquí no se siguen las afirmaciones de Javier Cercas en El País, según las cuales sin el rey no habría habido democracia en España, o esta habría tardado años en llegar. España, en 1975, era el último país autoritario de Europa occidental. Su nivel de renta per cápita hacía que la democracia pudiera llegar con más facilidad que en Grecia o Portugal. Viendo los múltiples ejemplos de transición a la democracia que han ocurrido en el mundo a partir de 1974 (un fenómeno conocido como “la tercera ola de democracia”), no tiene base la tesis de que el rey era condición necesaria para el surgimiento de la democracia en España.

La característica específica de la transición española es que la democracia llegó mediante cambios en el sistema legal del franquismo (“de la ley a la ley”). Que se hiciera así tuvo mucho que ver con que Juan Carlos de Borbón fuese nombrado por Franco “sucesor a título de rey”, así como con el juramento que tuvo que hacer de lealtad a las Leyes Fundamentales del régimen. Aquel punto de partida obligó a avanzar hacia la democracia mediante reformas legales que permitieron a la élite franquista tener el control del Estado y del proceso de cambio político hasta 1982, año de la victoria del PSOE. No estaba escrito en ningún sitio que la transición española tuviera que llevarse a cabo mediante el continuismo jurídico (pudo haber sido mediante ruptura si la oposición hubiese sido más fuerte) ni es evidente que la forma en la que llegó España a la democracia fuera mejor que la de Portugal u otros muchos países que transitaron de forma distinta a la española.

Cercas responde a las críticas sobre nuestra transición señalando que la alternativa era una nueva guerra civil. Este espantajo presta grandes servicios retóricos y también Luis Garicano, en otro artículo de El País, utiliza el peligro de guerra civil para conjurar la actual tentación republicana. En fin, es normal que Cercas no haya leído nada al respecto, pero Garicano, como economista, sí debería saber que en España, en 1975 y en 2014, ni había ni hay riesgo de guerra civil: estos conflictos ocurren en países con renta per cápita muy inferior a la española en esas fechas.

En un arranque de frivolidad literaria, Cercas llega a decir que la democracia empezó en España el 23 de febrero de 1981 (día, según él, que marcó asimismo el final del franquismo y ¡de la Guerra Civil!). De esta manera, el rey queda como una figura épica y fundacional, que al oponerse al golpe militar estableció un régimen de libertades. La democracia, sin embargo, comenzó el 15 de junio de 1977, cuando los ciudadanos españoles eligieron por sufragio universal a los diputados del Congreso. Resulta embarazoso tener que recordar esta obviedad. Cercas arremete con furia contra quienes osan cuestionar la versión canónica del golpe, ridiculizando la tesis extrema de que el rey montó el 23-F. Este truco le sirve para pasar por alto la avalancha de revelaciones de los últimos años en las que el rey aparece como una figura más preocupada por la supervivencia de la corona que por la supervivencia de la democracia. Para no alargar indebidamente este artículo, remito al lector interesado a una colaboración pasada en la que trataba esta cuestión con mayor detalle (aquí).

La parcialidad en el análisis de la figura del rey es constante en el “intelectual colectivo”. El sesgo no afecta solo a los momentos cruciales de su reinado (la transición y el golpe del 23-F), sino que se extiende a toda su ejecutoria. En ninguno de los muchísimos artículos de El País que he leído estos días se hablaba explícitamente de las amistades peligrosas del rey, de los empresarios, comisionistas y banqueros con los que ha tenido trato, ni se hacía mención a las finanzas del rey, que son un absoluto misterio: hemos tenido noticia por El Mundo de la cuenta en Suiza que conservaba con la herencia de su padre, invisible para Hacienda, y el New York Times publicó no hace tanto un extenso e inquietante reportaje sobre los negocios en los que participa nuestro jefe del Estado y sobre su patrimonio oculto. Silencio absoluto.

Para rematar, el “intelectual colectivo” utiliza una prosa acartonada y obsequiosa, hinchada de retórica, como si le hubiera dado un ataque de responsabilidad institucional. Mucho “don Juan Carlos” por aquí y “don Felipe” por allá, mucha alusión a la “hora grave de España”, “los servicios prestados”, “dar cauce a las demandas de libertad del pueblo español”, “el necesario impulso reformista que perfeccione el sistema constitucional que los españoles nos dimos en 1978”, en fin, fórmulas que parecen las propias de un reportaje del No-Do y no de un periódico liberal de centro.

El ditirambo monárquico no solo es innecesario, sino que resulta contraproducente para la figura del rey Juan Carlos. Esta figura, a mi parecer, resiste un análisis objetivo en el que se examinen todos los elementos relevantes de su ejecutoria. Seguramente el juicio final será positivo, aunque desde luego no será el “sobresaliente cum laude” que le adjudica Juan Luis Cebrián; por lo menos, resultará creíble y podrá ser discutido racionalmente, frente al elogio acrítico y sumiso que hemos visto estos días. Flaco favor se hace a la institución monárquica con exageraciones sin cuento, ocultaciones, sesgos y prosa exaltada. Que algunas de las mejores plumas del país se presten a este juego refuerza la impresión de que las élites económicas, políticas e intelectuales de España se han conjurado para tomar el pelo a la ciudadanía en nombre de la estabilidad institucional.

Más sobre este tema
stats