Verso libre

Romped, tajad, pulverizad la carroña

Son muchas las páginas de Ortega y Gasset, joven o maduro, que apuestan de forma enérgica por el exterminio de la política oficial española. En 1918, con 35 años y todavía bajo el espíritu de la Liga de Educación Política, insiste en la necesaria rebeldía contra la siesta letárgica de unas instituciones “en manos descrépitas y enviciadas, en yertas y sórdidas manos de viejos”. El joven debe romper, tajar, pulverizar la carroña.

La pasión intelectual lleva al exceso como forma de estilo. Leo la biografía de José Ortega y Gasset (Taurus, 2014) que acaba de publicar Jordi Gracia. En una colección llamada Españoles Eminentes, una suerte de vidas ejemplares con apego a la excelencia de los personajes, Ortega impone su centro de gravedad desde el mismo concepto. Hacer una biografía de este filósofo, como confiesa el propio Jordi Gracia, se parece a torear un miura. Añadiría yo que se parece a torear un miura en una plaza envenenada, porque la cultura española ha sido muy dada a los pitos y palmas, o más bien a las broncas y las ovaciones, en las tardes dedicadas a su figura.

Ortega, además, fue de todo, y para todo tuvo su opinión rotunda a la hora de ejercer de estudiante, profesor, filósofo, político, hombre de prensa, director de revistas, editor, conspirador, crítico de arte, maestro de tendencias literarias, intelectual vociferante para agitar las aguas estancadas e intelectual callado, casi desaparecido, cuando las aguas se agitaron de verdad. Con tantos especialistas diestros en una perspectiva única, procurar una imagen completa, un paisaje Ortega, significa el verdadero reto de este libro, una aventura muy bien lograda por Jordi Gracia.

Escribir una biografía de Ortega es torear un miura. Leer esta biografía de 700 páginas es casi una convivencia, un habitar durante días un espacio en el que caben viajes en tren, billetes de avión, hoteles, tardes hogareñas, recuerdos, momentos de varia admiración y de muchas indignaciones. Ortega ha levantado la devoción y el disgusto. Incluso hay lectores y amigos suyos que sintieron al mismo tiempo la admiración y el disgusto. Fue Alfonso Reyes quien dijo “lo admiro, lo amo, pero no lo aguanto”. Algo muy parecido podrían haber dicho Victoria Ocampo, María de Maeztu, José Gaos o María Zambrano. Algo parecido sienten a veces el autor y el lector de este libro.

Es admirable el joven español que decide formarse de modo minucioso, sale a Alemania para cursar sabidurías actualizadas y rompe con su propia familia (un eje en la vida política y periodística de la Restauración). Toma concienca de los males del país, asume el trabajo cultural como una decidida responsabilidad política y desemboca en el socialismo como único modo de conducir el viejo liberalismo en los incios europeos del siglo XX. Es el Ortega más vivo a la hora de opinar sobre el mundo, el más cómodo para el lector deseoso de identificarse en las batallas contra las mentiras de la realidad oficial. Es, además, el Ortega en el que se consolidan los valores orgullosos de la sinceridad y la independencia, valores que ya no abandonará a lo largo de su vida, aunque descienda por ellos a los infiernos.

Los obispos y los libros

Luego está el Ortega que Jordi Gracia presenta como “víctima de sí mismo”. Es el hombre de talento inclinado a la exageración, según sentencia de Azaña, que llegó a convertir sus virtudes en defectos patéticos. Si el pragmatismo de los políticos sin princios resulta peligroso, también parecen inquietantes las vanidades de los intelectuales que desconocen la realidad y quieren someter el mundo a sus ideas sin la menor concesión a las situaciones. El pensamiento de Ortega se quiebra en su raíz por despecho, incapaz de perdonar que la vida no le haga caso y que la sociedad no responda a sus diagnósticos. Podía haber disfrutado de sus discípulos, de su poder editorial, de su indudable prestigio, pero se amargó porque España no caminaba de acuerdo a su palabra.

De ahí el doble efecto que provoca su personalidad. No podemos confundirlo con el cínico que rema a favor de sus intereses, pero no podemos perdonarle que el despecho le lleve al callejón sin salida –para su propio mundo– de las élites y al desprecio de la democracia. Los desmedidos éxitos argentinos de 1916 no le vinieron bien (ni ningún éxito desmedido suele venir bien, ni en nombre de la juventud, ni en nombre de la vejez, ni a cuenta de la propia sabiduría). Cuando resultaba necesaria una mirada democrática a los problemas de la sociedad de masas, no sentirse escuchado en España le llevó a defender la aristocracia de los hombres eminentes frente al populismo manipulador. Canceló así de manera fácil el debate en demasiadas ocasiones y fue atrapado por posturas que en el fondo nada tenían que ver con su pensamiento, con su razón histórica.

Jordi Gracia consigue en su excelente libro no caer en la ceguera ni para despreciar ni para enamorarse de su personaje. Uno tiene la sensación de estar ante Ortega. De paso se comprende el peligro, y es una lección muy útil en los tiempos que corren, de no saber independizarse de las propias pasiones a la hora de opinar sobre la realidad. No basta con sentirse libre ante el poder. Hay que ser libre también ante las exigencias del propio yo. Buena lección para todos los que somos opinadores de oficio.

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