Desde la tramoya

Tres estupideces que convirtieron un asesinato racista en un conflicto nacional

Quienes han vivido en Estados Unidos una temporada conocen bien las paradojas del país. El mismo que buscó la igualdad en los años 60 con una política valiente de traslados masivos de ciudadanos blancos a zonas de población negra, y viceversa, y que inventó la "discriminación positiva" para favorecer el acceso de los negros y otras minorías a la educación voluntaria, a la universidad y al empleo en las grandes empresas e instituciones. El gran país que así logró avanzar en la igualdad de ingresos y amplió la clase media afroamericana desde principios de los 60 hasta los primeros años del siglo XXI. El país que tiene un presidente de color más oscuro que la media. No como América Latina, por ejemplo, cuyos presidentes, con alguna rara excepción, siempre han sido más blancos que sus ciudadanos. El país más políticamente correcto de todos: allí es difícil oír comentarios racistas, y casi imposible leerlos o escucharlos de la boca de los respetables líderes y medios de opinión del país.

Sin embargo, en Estados Unidos hay zonas de auténtica segregación racial de facto. No hace falta buscar muy lejos. En Washington D.C. el centro es un paraíso de la integración multicultural. En unos cinco kilómetros cuadrados en el entorno de la Casa Blanca conviven pacíficamente profesionales uniformados con trajes oscuros y camisas blancas de todas las partes del mundo. Pero a ningún blanco se le ocurriría traspasar la frontera que dejan las otras tres cuartas partes de la ciudad aislada en su marginalidad. Por supuesto, esas zonas están habitadas exclusivamente por negros. Las calles de Nueva York, paraíso de la diversidad, son en realidad una isla cuya representatividad real ha sido mil veces exagerada en el cine y la televisión. Basta con coger el metro hacia el norte una decena de estaciones y asomar la cabeza para comprobarlo. O mirar la enorme desproporción que hay entre los vagabundos negros que deambulan por los dos lados de la ciudad, o los de cualquier otro color. Lamentablemente, como señala un artículo recientísimo del Times, la desigualdad entre blancos y negros ha vuelto a ampliarse desde hace una década y media, poniendo fin a los años virtuosos previos.

Cambiando de tema: quienes han vivido en Estados Unidos saben también que con la policía mejor no jugar. Saben que allí puede funcionar el arquetipo del policía estúpido y arrogante que refleja bien el jefe Wiggum de la Policía de Springfield, en Los Simpsons. Ese tipo obeso y poco escrupoloso que aun siendo un pobre hombre se cree importante por lucir unifirme. El modesto policía local que sin embargo se aplica en sublimar tonterías y menospreciar lo realmente importante. También funciona en la calle americana, y probablemente más aún en los remotos municipios del interior, ese otro arquetipo: el del sheriff implacable, de gatillo fácil. El que, literalmente, después de pararte por pasar en diez millas por hora la velocidad permitida, con una linterna en la mano izquierda ilumina primero tu retrovisor y luego tu cara, mientras con la derecha agarra la pistola en su cartuchera para pedirte la documentación.

La historia y el mito de Estados Unidos se han construído sobre la base de esa idea: la del imperio de la Ley hasta sus últimas consecuencias, incluyendo un derecho asumido de la población a su propia defensa contra los criminales, y la pena de muerte o la cadena perpetua para casos extremos. Ningún país del mundo desarrollado tiene más población en la cárcel.

La tensión racial real existente en Estados Unidos, tan alejada de la supuesta paz oficial, y esa peculiar visión, casi cómica para un europeo, de la seguridad y del papel de la policía, explican en parte que se hayan cometido estupideces como las que hemos visto en los 13 días que dura ya el conflicto en Ferguson, Misuri, a partir del asesinato de un joven de 18 años desarmado y acribilllado por un policía blanco con seis tiros: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis.

Primera tontería: aplícale al asesino la presunción de inocencia y, por tanto, a la víctima la presunción de culpabilidad. Eso puede incluir la referencia a que el joven había robado unos cigarrillos en una tienda –aunque rápido se demostró que el policía no tenía ni idea de eso– o que se resistió a entrar en el coche o se rebeló contra el agente. Y así, en lugar de arrestar al agente siquiera por precaución y hasta que se dirima su responsabilidad, te limitas a suspenderle en sus funciones manteniéndole el sueldo.

Frugales vacaciones

Segunda: para controlar las revueltas en las calles, vistes a tus agentes, compañeros del presunto asesino, casi todos ellos blancos, como si estuvieran en Afganistán combatiendo con el Ejército. No vaya a pudrirse en el almacén todo ese caro material SWAT (máscaras antigas, carros blindados, armas automáticas, rifles de asalto, gases lacrimógenos...). Es difícil infraestimar la dimensión simbólica de ese despliegue. Los policías supuestamente dedicados a ayudar a sus conciudadanos se convierten de pronto en fuerzas de ocupación blanca de un territorio negro. Como explica un politólogo especialista en teoría de juegos, John Patty, es evidente que lo único que logras con ese el toque de queda y el despliegue nocturno es elevar el coste de salir a la calle a protestar. Exactamente lo que quieren los manifestantes: cuanto más cuesta salir a la calle más valor tiene hacerlo. Cualquier ministro de Interior europeo algo avezado sabe que lo mejor para extender una protesta es tratar de apagarla con violencia.

Y tercera estupidez: detener a periodistas. No han sido muchos: apenas media decena. Pero sus detenciones han animado a 45 medios a escribir quejándose de la obstrucción de su derecho a informar. Algunos destacados reporteros internacionales que han sufrido el hostigamiento, han ofrecido al mundo esa imagen tan grotesca del primer país del mundo como si fuera una trinchera de Oriente Medio.

Supongo que no seré el único que vive estos días esos sentimientos contradictorios con respecto al país donde se encuentra el pequeño suburbio de Ferguson, Misuri. Estados Unidos: el país de Martin Luther King y de Obama y el fiscal general Holder, también afroamericano, que estos días trata de apaciguar los encendidos ánimos de la comunidad negra. Pero también el país del agente Wiggum, el descerebrado policía de Los Simpson. Ni siquiera él actuaría con tanta torpeza y tanta insensibilidad, despertando a los fantasmas del racismo después de que un agente blanco disparara seis tiros, seis, sobre un pobre chico negro desarmado de 18 años, que estaba a tres días de empezar la Universidad.

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