Nacido en los 50

Crímenes y errores

El Gran Wyoming

Ya no saca pecho don Rodolfo Martín Villa para defender las acciones criminales que llevaban a cabo las fuerzas del orden público contra un pueblo indefenso que luchaba por la libertad. Cuando la sangre regaba nuestras calles, cuando los crímenes acababan de cometerse, aparecía don Rodolfo en los medios de comunicación tergiversando los hechos, encubriendo los asesinatos, justificando lo injustificable con la arrogancia que confiere la impunidad, provocando lágrimas de rabia en los ciudadanos que asistían impotentes a la representación de aquella ignominia con los cuerpos aún calientes.

No le vamos a negar el derecho a ejercer la cobardía para salvar el pellejo a este prohombre de la patria que tanto ha hecho, según algunos que tienen superado el pasado, para que todos disfrutemos de democracia y libertad, pero ahora que todavía podemos hablar yo también voy a ejercer el mío a discrepar. Creo que ni la democracia, ni la libertad, deben nada a personajes como Martín Villa o Manuel Fraga Iribarne, otro presunto responsable del advenimiento de la normalidad democrática a nuestro país que también ha muerto sin rendir cuentas a la Justicia, ya que dedicaron toda su inteligencia y energía cuando eran más validos a que en España no hubiera libertad ni democracia nunca.

Sólo cuando murió el dictador y el cambio era inevitable se apuntaron al juego que habían condenado y reprimido con saña toda su vida en una especie de chantaje político según el cual su presencia en las instituciones calmaría las ansias golpistas del Ejército, siempre con un pie en la calle debido a la cantidad de atentados terroristas que se perpetraban entonces. Pero no confundamos los hechos ni las intenciones. Mientras vivió el dictador ambos fueron estrechos colaboradores, responsables y ejecutores de aquella política corrupta y sanguinaria y su brillante carrera en El Régimen lo confirma. El más mínimo gesto, la menor sombra de duda, la tibieza ante la adicción al Caudillo se convertían en cese fulminante del cargo, acarreado a domicilio por un motorista que salía de El Pardo y que para los políticos de la época representaba la mismísima imagen de la parca. Entonces no se hablaba de fieles, no era suficiente, sino de “adictos” y ambos lo eran, sumisos e implacables.

Escuché las declaraciones de Martín Villa en RNE en las que afirmaba mostrarse dispuesto a declarar ante la jueza argentina y arrancaba con cierta sorna diciendo que todavía le queda humor para afrontar este suceso. Parece que le ha sorprendido esta orden de arresto, no entiende de dónde puede sacar esa señora su relación con aquellos hechos criminales y afirma que “ni hizo ni pudo hacer” ya que nunca fue ministro con Franco a pesar de que tuvo oportunidad. Mala memoria gasta don Rodolfo: cuando pudo se extralimitó, y pudo, bien sabe que pudo, fue un periodo de incuestionable omnipotencia, nunca se pudo tanto como en aquel tiempo de humillación, secuestro, tortura, y muerte. Fue una era de terror, de pánico, de vergüenza por la condición en la que sumían a los ciudadanos.

En cualquier caso, no todo lo punible pasa por haber sido ministro de Franco y obvia que tuvo otros cargos de gran responsabilidad durante la dictadura. Pero no se entiende bien a qué viene esa polémica porque los hechos con los que se le relaciona, los asesinatos de Vitoria, tuvieron lugar en el año 1976, cuando Franco estaba muerto, y él sí era ministro, primero de Relaciones Sindicales, y más tarde de Gobernación, a los tres meses de aquellos sucesos y, sin duda, nombrado en premio a su colaboración en la negación de los hechos y la legitimación de aquella política, como cuando dio un paso al frente y de la mano de su colega Fraga tuvo el valor de presentarse en el hospital a visitar a los heridos como si se hubiera tratado de un accidente de tráfico en lugar de una masacre, tal y como la describió uno de los policías que intervino en el ajusticiamiento y pedía más cartuchos.

En las grabaciones de las comunicaciones entre los policías se escucha cómo se dan instrucciones para evitar que los que estaban encerrados en una iglesia pudieran escapar, con lo que se hubiera evitado el resultado final: “Aquí ha habido una masacre”; “De acuerdo”, responde el compañero; “Pero de verdad una masacre”; “Estoy en plaza Salinas, hemos contribuido a la paliza más grande de la historia”, sentencia otro policía.

Les molestó a tan intrépidos y valerosos políticos que las familias les recriminaran aquella visita al hospital: “¿Venís a rematarlos?”, les increpó un familiar. Sin duda fue un acto de propaganda innecesario, un gesto de crueldad excesivo, un desprecio a los muertos y a los heridos que incrementaba su dolor ante la impotencia de ver al verdugo pasearse arrogante comprobando la dimensión de su obra. No fueron a pedir perdón, sino a hacer méritos y dejar claro a la opinión pública quién mandaba allí y hasta qué punto estaban dispuestos a perpetuar un sistema que agonizaba.

Aquella hazaña quedó en el recuerdo de algunos que vivimos los hechos no como un acto de legítima defensa ante la agresión sufrida por la policía a manos de ciudadanos armados, tal y como se difundió en su día la noticia, ¿lo recuerda, don Rodolfo?, sino como un asesinato injustificable de obreros indefensos que salían atropellándose de la iglesia de la que estaban siendo desalojados con gases para ser ametrallados desde fuera. Aunque injustificable no sería un término válido para todos, esto decía don Manuel en el año 2003 con respecto a aquellos crímenes: “No puedo decirle que la actuación fue excesiva en aquellos momentos, fíjese cómo han actuado ahora los rusos en el teatro Dobrovka”. Se refería al asalto por parte de las tropas rusas de aquel teatro donde murieron 39 terroristas y 129 de los rehenes que tenían secuestrados. Que hubiera actos más sanguinarios que los que se producían durante su ministerio le eximían de toda responsabilidad, por lo visto.

De aquel tiempo viene una frase que pronunció Martín Villa para relativizar los asesinatos de las fuerzas del orden: “Lo nuestro son errores, lo suyo son crímenes”. Se refería a ETA, todo era ETA, todos eran ETA y todo lo justificaba ETA. Eran laxas las conciencias de los chicos del régimen. En fin, no se trata de mirar hacia atrás con ánimo de venganza, como replican periodistas que, sin embargo, nos recuerdan constantemente los crímenes de Stalin, sino de hacer justicia para que la Historia tenga coordenadas.

Yo no era el ministro”, dice. Es cierto era su compañero de fatigas don Manuel Fraga Iribarne, presidente fundador del partido que hoy nos gobierna hasta su muerte y recordado por la mayoría de los representantes de los partidos del arco parlamentario como arquitecto de nuestra sistema democrático y padre de la Constitución. Yo, como digo, no estoy de acuerdo.

Apela nuestro recién nombrado ministro de Justicia, Rafael Catalá Polo, a la ley de amnistía ignorando que no es incompatible con la investigación de los hechos. Imagínese que es inocente, no se le puede amnistiar. Primero se investiga, luego se juzga y, si ha lugar, se amnistía al condenado, pero para poder aplicarle la ley, primero hay que hacer una instrucción y saber qué ocurrió en aquel tiempo que usted, señor ministro, dice que hemos superado. Usted, seguro. Hubo muchos que superaron aquello el mismo día, pero yo no. Y le ruego que no generalice. No habito en el rencor, pero no quiero superar aquellos crímenes, toda aquella basura. Es una cuestión de conciencia, de respeto, de memoria a aquellos que con su sangre nos trajeron la democracia, no fueron los que portaban las armas. Tampoco los que les daban las órdenes y les encubrían para mantener sus privilegios y medrar en aquel sistema corrupto.

Nadie fue investigado ni condenado por aquellos hechos. Cuarenta años después nos dicen que tampoco se puede. Hablemos pues de Maduro y de la Ley Mordaza de Ecuador.

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