Luces Rojas

Partido, Ejército, Corte

Justo Serna

Uno. El Partido Popular está en crisis. Al menos desde 2004. Ahora, una generación cae imputada por la corrupción, otros se apartan o se jubilan o son tentados por la empresa privada. La nueva cohorte, al menos los rostros más conocidos que la forman, llega a los puestos de responsabilidad aupada por Mariano Rajoy en un momento de graves enfrentamientos internos y en un momento de descomposición organizativa. El Partido Popular corre el riesgo de eliminar las mesnadas de su propio recambio.

¿Y por qué debería preocuparme si el PP es una organización en la que no milito? Perdonen el didactismo: porque la democracia depende de los partidos que compiten, y los partidos son agregados generales de intereses contrapuestos, formas institucionales que se basan en expectativas personales, estructuras que se nutren de poder, el mismo tóxico que envenena las relaciones. ¿Pero es pensable un sistema político sin ese nutriente?

Por supuesto es una ingenuidad creer que la forma partido puede ser reemplazada por algo distinto y mejor: por ejemplo, por una organización en la que no se dé un juego de suma cero o por un agregado de almas cándidas. Pero los juegos políticos no son sólo lizas entre individuos con expectativas: son básicamente choques y alianzas entre coaliciones internas que compiten para adueñarse de la organización. Son formaciones en las que se milita.

El lenguaje es evidentemente bélico y ello no es una casualidad. Pero en un Ejército el conflicto no se da sólo hacia el exterior: contra ese enemigo que tratamos de reducir o eliminar. El conflicto se da también internamente: entre esos oficiales que rivalizan y la clase tropa. Esperan subir en el escalafón granjeándose el apoyo del mando. Por eso, en su seno, todo puede ser objeto de disputa, entre otras cosas porque se fundamentan en un recurso escaso: el poder y sus consecuencias.

Pero digo lo anterior y me corrijo. Un partido es algo bien distinto a un Ejército. Salvo casos extremos, la jerarquía no se cuestiona entre la tropa. Las informaciones suben y las órdenes bajan. Pero en una formación política la ejecución de los planes no depende siempre de la anuencia colectiva, sino de los consensos. Cada parte del partido, cada órgano de la organización, es un canal de influencia, un canal a través del cual fluye la capacidad de dirección, de cooptación, de asentimiento. Salvo que haya una fracción suficientemente poderosa, capaz de imponer su dominio y de repartir prebendas, el equilibrio es inestable.

El poder institucional es un producto-milagro, un engrasante que suaviza. En principio, una pequeña cantidad sobra para lograr la consecuencia inmediata: para alcanzar una posición aseada. Pero, por lo que parece, el poder es también un narcótico cuyo efecto se disipa pronto porque su disfrute siempre escaso y revocable está amenazado.

Dos. La única manera sensata de abordar qué sea el poder en un partido es hacerlo desde el pesimismo, desde la lucidez de quien carece de expectativas o desde la voluntad de quien no tiene ambición. Por no militar en partido alguno o por no desear poder institucional alguno, observo su funcionamiento desde el puro desapego. Frente al encanto y frente al engaño de los diagnósticos, hay que oponer el realismo político y el paganismo de las creencias: nada de fantasía o de expectativa o de sagrado. En un partido, como en todo lo humano, cualquier cosa es contrariedad ordinaria, un drama muy vulgar. Si los pensamos bien, es casi milagroso que sean pacíficas la mayor parte de nuestras relaciones: es sorprendente teniendo en cuenta que lo humano suele ser competitivo. Sólo la ingenuidad o la mala fe revisten la competición con los buenos propósitos del altruismo, con la paz del todo que unos y otros aceptan.

Pero un partido político es una Corte. Permítanme esta analogía. La organización tiene vida de Palacio en torno al Príncipe, esa vida de palacio es propiamente representación cortesana: una lucha generalmente incruenta entre nobles (y no sólo guerreros) que disputan entre sí, que se retan buscando el apoyo, el favor, el consentimiento del monarca y de los restantes titulados que lo rodean. Es una nueva forma de batallar con ostentación, con amagos, con excesos; una nueva manera de refinar del combate originariamente bélico, decía Norbert Elias.

Es un nuevo modo de civilizar y civilizarse, es decir, de hacer incruenta la liza, dado que disputan luciendo las mejores galas, persuadiendo al Príncipe, atrayendo al Pueblo, que observa lejano y atónito ese conflicto cortesano. Pero ese monarca no siempre consigue ser un rey absoluto, dueño manifiesto de todos los recursos y de todos los concursos, amo de la soberanía y de la jurisdicción, de la representación del poder y de sus instituciones. Es un primus inter pares, uno entre iguales: no el macho al que se entregan sacrificios.

Para empezar no puede deshacerse impunemente de quienes le acompañaron en las guerras que sostuvo con anterioridad. No se lo perdonarían. Siempre habrá nobles irredentos, nobles dispuestos a abandonar la vida muelle de palacio, la insignificancia que el futuro o el soberano les deparan: por vanidad, por orgullo, desearán disfrutar de los tesoros ganados o, mejor, desearán salir otra vez a batallar, a ensanchar los confines del Reino, a apropiarse de su parte del botín. Sin embargo, si ahora el rey espera beneficiar con títulos y empleos a los advenedizos que llegan, esa camarilla afín que desplaza a los rancios, es probable que la Corte de viejos guerreros se resienta, se levante.

El monarca –tan legítimo, tan divino, tan lejano– está necesitado de apoyos y coaliciones: no puede reformar contra sus mantenedores ni contra los valedores que antaño ampliaron la superficie del Reino. Podría verse solo, desamparado, arrastrando en su caída a quienes él mismo aupó. Se sacrificaría así a una nueva generación de nobles ambiciosos y jóvenes recién titulados. ¿Es pensable tal cosa?

Quizá lo pensable o lo venidero sea la irrupción de un tercero, la salida de un inesperado representante de los valores dinásticos, una línea depuesta pero legítima o un linaje imprevisto pero aceptable: alguien en fin que reclame tradición y reformas, batallas que puedan calmar la sed de los guerreros y que puedan satisfacer las ambiciones de los nuevos, esa rivalidad ostentosa de quienes ya alardean en la Corte. Pero ese tercero no podrá ganar contra una parte del Reino. Mejor dicho, no podrá ganar contra una parte de la Corte, justamente la que ya está instalada...

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