El vídeo de la semana

Un lápiz, dos lápices, mil lápices

Son malos tiempos para la tolerancia. En todos sus grados y casi todas sus manifestaciones. Siempre sucede cuando hay crisis y escasez: tendemos a guardar y valorar lo nuestro y a los nuestros, a mirar de reojo lo que es diferente o a quienes nos son ajenos; recelamos de sus intenciones. O nos revolvemos contra los que vemos como nuestros enemigos, los que nos tememos que nos vayan a arrebatar lo poco que nos queda, ya sea patrimonio o identidad. La penuria y la escasez desnudan lo mejor y lo peor de la condición humana. Lo malo es que se dibujan con más nitidez los perfiles afilados y dañinos del recelo que los brumosos de la generosa solidaridad. La Historia está llena de ejemplos de crisis que parieron monstruos.

Pero hay realidades de intolerancia que aunque pudieran explicarse por crisis prolongadas o históricos maltratos, sólo sobreviven en tanto sus oficiantes se sienten confortables en ellas porque responden a su forma de ver y entender la vida, o les proporcionan espacios de poder. El fundamentalismo islámico parece responder a ese modelo de intolerancia que busca justificación y excusa en la crisis y el maltrato, pero que es en realidad deseo de poder, control y dominio. Un poder, por cierto, ensayado en probeta, lanzado y en su día apoyado por quienes han sido y son hoy sus víctimas. Con otras dimensiones en la actualidad, por supuesto; pero la fidelidad con la Historia obliga a no olvidarlo del todo.

Dicen los estrategas de la convulsión contemporánea que el gran enemigo de la civilización occidental es la militancia yihadista. Sin estructura, sin organización precisa, con células tan independientes como feroces, con un dominio de internet y las redes sorprendentemente eficaz, de obediencia ciega a una jerarquía tan oscura e imprecisa como convincente, y basada en una radical intolerancia a lo que no se reconozca como propio, su capacidad de atacar en casa al “enemigo occidental”, sembrar terror y desestabilizar apareciendo y desapareciendo es enorme en un mundo global. Nadie está libre de ella, y también la Historia reciente está llena de ejemplos.

No sé cuál es la solución a esta realidad, aunque me temo que la reacción de rechazo hacia el Islam que puede despertar algo como esta sangrienta semana en Francia, no vaya a contribuir precisamente a encontrarla.

De lo que no tengo duda es de que la respuesta no debe producirse en su mismo campo, el del terror, ni puede ser tibia o imprecisa. Si buscan amedrentar lo que tenemos que hacer es mostrar valor; si buscan silenciar, gritar mil veces.

Cuando el cambio es de cerraduras

Cuando el cambio es de cerraduras

El ataque a Charlie Hebdo va mucho más allá de la agresión a un medio ácido y crítico para taparle la boca: es una ráfaga de plomo al derecho universal a la libertad de expresión. Matar a los periodistas y dibujantes es tratar de enterrar en sangre la libertad de todos nosotros de expresar y conocer opiniones, y si son divergentes, mejor, más enriquecedoras. Las redes y los medios se han llenado estos días de las viñetas satíricas, nunca como hasta ahora se había difundido lo que los terroristas querían castigar a sangre y fuego. Esa es debe ser la reacción, la respuesta.

Aplaudo la decisión de Charlie de pasar de 60.000 a un millón de ejemplares en su próximo número. Eso es el valor, ese es el contraataque.

Que la intolerancia extrema se encuentre con que su demonio se multiplica como un eco imparable para volver a demostrarle a quien corresponda que el intolerante además de peligroso asesino que no valora ni su propia vida, es un imbécil integral que sólo merece ver crecer y multiplicarse aquello que pretende destruir. Aunque a ellos no les importe demasiado, a nosotros sí.

Más sobre este tema
stats