A la carga

Syriza: el pulso entre la tecnocracia supranacional y la democracia nacional

La victoria de Syriza, con una ventaja de casi 9 puntos sobre Nueva Democracia, constituye el primer caso de un partido europeo a la izquierda de la socialdemocracia que gana unas elecciones desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hubo una excepción, en las elecciones legislativas de noviembre de 1946, cuando ganó en Francia el Partido Comunista, pero todos los demás partidos se aliaron en su contra y no llegó a gobernar. El único partido que estuvo cerca de conseguir algo similar a lo que ha hecho Syriza fue el partido comunista italiano, el PCI, a finales de los años setenta, cuando casi alcanzó a la Democracia Cristiana.

La victoria de Syriza, tan extraordinaria en términos históricos, sólo se explica por el derrumbe del partido socialdemócrata, el PASOK. Y el colapso del PASOK, a su vez, se explica por su aceptación acrítica y resignada de los ajustes económicos impuestos por la tecnocracia europea.

La socialdemocracia no ha jugado bien sus cartas. En el norte de Europa se ha posicionado a favor de la política de austeridad. Y en el sur no ha sabido ofrecer una alternativa creíble a la política imperante. Dos de las principales economías europeas están en estos momentos gobernadas por partidos socialdemócratas, Francia e Italia, pero no se nota: estos dos países no han conseguido crear un frente común que oponga resistencia a los dictados de la Comisión, el Banco Central Europeo y Alemania.

Grecia es el país al que se le ha administrado la medicina austericida en mayor dosis. Debe reconocerse que ha sido también el Estado más problemático de la unión monetaria, por la ineficiencia de su administración, su elevado clientelismo y un cuantioso déficit fiscal oculto. Es el único ejemplo en el que puede aplicarse la dichosa máxima de que “ha vivido por encima de sus posibilidades”. Ahora bien, esto no justifica la pena impuesta a su población. La contracción de la economía ha sido brutal, con los consiguientes efectos sobre el empleo, la pobreza, los servicios sociales básicos y la infraestructura del Estado.

Vale la pena recordar cuáles eran los planes iniciales de la troika con respecto a Grecia. En un informe autocrítico del Fondo Monetario Internacional se reconocía que en 2012 se esperaba una reducción acumulada del 5,5% del PIB con respecto a 2009, pero en realidad la reducción del PIB fue del 17% (hoy llega ya al 25%). Se esperaba un paro del 15% y llegó al 25%. Se esperaba una deuda pública del 156% del PIB en 2013, pero se ha superado el 170%. La medicina ha sido un fracaso, se mire como se mire, y ha dejado al paciente en las últimas.

Era lógico, pues, que, si en algún sitio podía fracasar el experimento europeo, fuese en Grecia. Como han señalado muchos, se trataba del “eslabón más débil” (no de la cadena del imperialismo mundial, pero sí del orden neoliberal encarnado en la unión monetaria).

Desde hace ya más de cuatro años, algunos venían advirtiendo a la tecnocracia dominante de que las reformas impuestas desde arriba no eran social y políticamente sostenibles. Pero los tecnócratas no han querido considerar un solo argumento que no procediera de los economistas más ortodoxos. Han preferido porfiar en el principio de que había que aplicar las reformas sin contemplaciones, sin atender a la reacción de la sociedad que las padece. Cuanto más impopular fuera el gobernante que administraba la receta, mejor su reputación en los centros de poder e influencia europeos. Ahora se comprueba el resultado de esta forma de hacer las cosas.

Desde que se inició la crisis del euro a finales de 2009, se ha generado una tensión constante entre el principio democrático y el gobierno tecnocrático de la eurozona. Según el famoso trilema de Rodrik, los países hoy día no pueden reconciliar globalización económica, soberanía y democracia: tienen que renunciar a uno de los tres para conseguir los otros dos (en cualquiera de las combinaciones posibles). Lo que ha sucedido en los países más endeudados y con peor balanza por cuenta corriente de la eurozona es que estos han tenido que renunciar no a uno, sino a dos de los elementos: se han quedado sin soberanía nacional y sin democracia a nivel supranacional. La unión monetaria es un orden tecnocrático en el que la política económica viene determinada por reglas constitucionales e instituciones no representativas.

En un libro que publiqué el año pasado, La impotencia democrática, argumenté que el experimento monetario europeo ha desembocado en un sistema liberal de gobierno, en el que hay derechos fundamentales y libertades garantizadas, así como división de poderes y Estado de derecho, pero en el que el principio del auto-gobierno, que es la base de la democracia, ha quedado reducido a su mínima expresión. Las decisiones colectivas en el ámbito económico ya no se toman en función de lo que quieren los ciudadanos, sino en función de lo que establecen las reglas (el Pacto Fiscal) y lo que en cada momento decide el Banco Central Europeo, que no rinde cuentas ante nadie por sus políticas.

La socialdemocracia busca una salida a su crisis

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Creo que este es el marco en el que hay que situar el desafío que supone la victoria de Syriza. Lo que comprobaremos próximamente es si hay margen dentro de la eurozona para recuperar, al menos en parte, algo del principio democrático o si, por el contrario, es irrelevante a quién elijan los ciudadanos. La economía griega es débil y dependiente del exterior, por lo que Syriza tendrá poco margen para negociar.

La gran incógnita es qué sucederá si Syriza no consigue sus objetivos. Tsipras se ha declarado europeísta y partidario del euro, a la vez que insiste en que hay que reformar el sistema de gobernanza de la unión monetaria. Pero esa reforma, evidentemente, no depende solo de lo que quiera Grecia. Si los planes reformistas se frustran, ¿qué hará Syriza? ¿Se contentará con una suavización de las condiciones impuestas a Grecia? ¿O lanzará un ultimátum a las autoridades europeas?

En principio, la condición principal para inducir un cambio en la unión monetaria es que surja una amenaza creíble e incontrolable de algún Estado rebelde. El hecho de que Syriza haya ganado las elecciones puede hacer que por fin esa amenaza sea posible. Salvo que los poderes europeos consigan domesticar al nuevo gobierno griego.

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