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Iglesias, la jornada de reflexión y los pecados originales de esta democracia

No conozco a Pablo Iglesias. Jamás he cruzado una palabra con él. Ni en persona, ni por teléfono, ni tan siquiera a través de SMS, WhatsApp o correo electrónico. Tampoco tenemos amigos en común.

Digo esto en aras de la transparencia. Para que quede claro que el aprecio que le tengo es estrictamente intelectual. En estos momentos, Pablo Iglesias me parece el político español más culto, más claro, más coherente y, algo que aprecio mucho, más educado. Este hombre deja hablar a los otros y, sólo tras escucharles, les responde; una rareza en la jaula de grillos carpetovetónica.

Entro en materia: Pablo Iglesias me decepcionó la pasada semana cuando dijo que la jornada de reflexión es “algo muy importante”. La cosa venía a cuento de que el 15-M había declarado que pretendía manifestarse en la Puerta del Sol el próximo 23 de mayo, víspera de los comicios municipales y autonómicos.

La jornada de reflexión, estimado Pablo, es una gilipollez, una de las muchas que arrastramos desde los tiempos de la Transición. ¿Se supone que la familia española se reúne ese día, en medio de un atronador silencio político y mediático, para leer junta los programas electorales, debatir sobre ellos y tomar una decisión? Así, el domingo, tras ir a misa, los Alcántara de “Cuéntame” votarán con serenidad y pleno conocimiento de causa.

Paternalismo. En Estados Unidos no hay nada semejante. Allí hasta puede hacerse campaña en las cercanías de los colegios electorales en el mismísimo Election Day, como reconoció la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Burson v. Freeman, de 1992. Y por supuesto, a nadie se le ocurre prohibir manifestaciones ese día o, ya no digamos, el anterior.

Resulta significativo que en España haya que recordar que la libertad de expresión, en la que está incluida la de manifestación, es el principal pilar de una democracia. Esto es algo que tienen claro en Estados Unidos, donde, sin duda, padecen otros defectos. La libertad de expresión está por encima de cualquier reglamentismo electoral, faltaría más. Nada ni nadie debería impedir a un grupo de ciudadanos expresarse en la calle, siempre y cuando lo hagan pacíficamente. Miles lo hicieron el 13 de marzo de 2004 frente a la sede del PP en la calle Génova. Y hasta el Tribunal Constitucional español, que en absoluto es un órgano libertario, tuvo que reconocer que estaban en su derecho.

En Estados Unidos la gente se manifiesta frente a la Casa Blanca, quema banderas con las barras y estrellas -o las usa para decorar condones-, insulta al Jefe de Estado, publica panfletos tremebundos… y no pasa nada. Las campañas de la derecha norteamericana para ilegalizar esos y otros comportamientos se han estrellado con sentencias del Supremo de Washington (Texas v. Johnson y otras) reiterando que la Primera Enmienda de la Constitución (Free Speech) es más sagrada que, por ejemplo, un trapo. Por muchos sentimientos patrióticos que ese trapo despierte entre mucha gente.

Sería triste que, en busca de un fantasmal centro político, a fuer de escuchar los machacones cantos de sirena de los voceros del sistema, Pablo Iglesias y los suyos se rindieran y aceptaran el marco de la Transición. Su vigor inicial, lo que les hacía atractivos para millones, era precisamente su descaro y osadía, la franqueza con que decían que aquello pudo estar bien en su momento, pero era preciso reformarlo de los pies a la cabeza. Tal había sido el mensaje, la auténtica revolución mental, del 15-M.

Si empiezas aceptando el marco lingüístico del sistema, estás derrotado de antemano. Terminas tragando con todo, incluida la razón de Estado y el supremo interés de las grandes empresas y entidades financieras. Es lo que demostró George Lakoff.

La democracia nacida de la Transición española fue fruto de la correlación de fuerzas del momento. Es absurdo pretender retrospectivamente que, con el franquismo vivito y coleando, podía sacarse mucho más. Los poderes fácticos –el Ejército, el capital, la Iglesia, la Administración del Estado y el indudable apoyo de buena parte de la población a la derecha y el centroderecha– dejaron muy claro que era aquello o nada.

No hubo ruptura, ni, mucho menos, revolución como en Francia o Estados Unidos. La democracia española nació así teñida de autoritarismo. La ley y el orden, la gobernabilidad, la sagrada unidad de la patria, los privilegios de la Iglesia, el perdón y hasta el olvido de los crímenes franquistas, el canon educativo nacional-católico, la monarquía, la bandera rojigualda y la Marcha Real, el sistema electoral bipartidista, todas éstas cosas, se incluyeron en el código genético del nuevo régimen. También la jornada de reflexión para la familia Alcántara. Era aquello o nada, insisto; así que, bueno, la mayoría de los antifranquistas lo aceptó.

El espíritu libertario, el que otorga primacía a la libertad frente a la autoridad, quedó relegado a lo festivo y lo cultural, y de ahí nació la Movida. Pero nada de bromas en las cosas del comer: el policía siempre tiene razón frente al manifestante, el interés del banco siempre prima frente al del desahuciado, el corrupto de cuello blanco siempre tiene más derechos que el robagallinas. Si no piensas de esta guisa, eres un antisistema y, quién sabe, quizá un etarra.

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El 15-M, del que se acaban de cumplir los cuatro años, propuso abandonar esa baraja y comenzar una partida pacífica y democrática con cartas nuevas. Introdujo la idea de que un cambio era posible y necesario, y sólo por eso dejó huella. Juan Carlos tuvo que abdicar, Rubalcaba tuvo que irse, nació Podemos, el IBEX replicó apadrinando a Ciudadanos…

Escribí aquí mismo hace dos semanas que la parte más inteligente del régimen entendió que debía mover algunas fichas… y lo hizo. Puede terminar consiguiendo que todo siga igual con dos o tres cambios cosméticos; puede que no haya proceso constituyente o reconstituyente, ni tan siquiera una reforma seria de la Constitución de 1978.

Se le facilitan, desde luego, las cosas si se acepta jugar con sus naipes y reglas de juego.

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