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Lo de la anomalía

Cuando un gobernante olvida sus orígenes está dando el primer paso hacia la desafección popular. Conviene no olvidar lo que somos y de dónde venimos. Pero precisamente por esa razón en el otro extremo del péndulo también hay riesgo, y acaso mucho más que ante el olvido. Cuando las urnas te ponen al frente de una institución democrática de la que dependen cientos de miles, millones de personas, no hay que dejar de tener presente que tu papel y tu acción no pueden ser las mismas que antes de alcanzar esa responsabilidad, aunque sólo sea porque muchos de los que de ti dependen, quizá la mayoría, ni te han votado ni piensan como tú.

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, se ha olvidado de dónde está y lo que representa y parece dispuesta a ejercer como si siguiera al frente de la Plataforma que antes encabezaba. Cuando se está en la calle luchando por un derecho o tratando de que no se menoscabe, la obligación es la oposición radical a quienes ataquen o afrenten eso en lo que uno cree: plantarse ante la autoridad, ejercer la resistencia activa y actuar de acuerdo con el credo propio y el objetivo que se quiere conseguir. Pero al adquirir el compromiso de pasar al otro lado, de sentarte en la mesa de la autoridad del sistema al que te enfrentabas, la actitud debiera ser otra: ya no eres el quijote que ataca al molino, sino el viento que lo mueve. Y ese compromiso obliga, obviamente, a cambiar la estrategia y la actitud. No es lo mismo enfrentarse a los urbanos que ser quien les da órdenes.

El mordisco del hombre

El mordisco del hombre

Por eso es evidente que Colau y su grupo no han entendido aún su papel. Ya no se trata de ir “contra” sino de gestionar “por”. Desde el poder no se hace oposición contra los que no piensan como uno, sino que se ejerce, sobre todo si es democrático, para demostrar con hechos que el adversario estaba equivocado y desarrollar la política de bien común en que uno cree. Y se piensa en todos los ciudadanos. La alcaldesa de Barcelona demuestra que sigue ejerciendo de “anti”, en este caso antimonárquica. Pero además demuestra tener vocación de ser alcaldesa sólo de los suyos, obviando que no lo es sólo de los votantes republicanos o de quienes piensan –como ella dijo en su día– que si una ley es perjudicial no se cumple y punto. Tiempo ha tenido supongo de reflexionar sobre estas últimas palabras. Pero no parece que lo haya hecho sobre la enorme responsabilidad adquirida como alcaldesa que lo es, por principio y mal que le pese, de todos los barceloneses, porque a todos se supone que va a buscar beneficiar, ¿o sólo llega al poder pensando en que estén mejor los que comparten pensamiento y le regalaron su voto? Por no hablar de la constante reivindicación que se hace de las consultas a la ciudadanía: ni los ciudadanos, ni siquiera sus representantes municipales, han sido consultados para sacar el real busto del Salón de Plenos.

Entiendo a quienes creen que sacamos de quicio la decisión municipal de derrocar simbólicamente al rey Juan Carlos en el Ayuntamiento de Barcelona. Es posible. Pero se me antoja también que dado que la política es un universo en el que funciona como cotidiano el lenguaje de los gestos, es bueno que éste no se pase por alto. Aunque sólo sea para llamar la atención sobre el hecho de que en él hay implícita una considerable desafección hacia gran parte de la población barcelonesa que se considera monárquica o que conoce la Historia de este país lo suficiente para poder valorar –incluso desde una convicción republicana– el destacado papel de Juan Carlos I en el proceso democrático español. Porque también en España hubo un proceso. Ese que ahora se vilipendia con tanto vigor como se reivindica o aplaude por esa misma izquierda el actual proceso catalán.

Claro que sobre este último, más vale no tratar de entrar en comprensiones imposibles que conducen a la melancolía, dado que ni siquiera sus protagonistas saben muy bien el papel que les está tocando jugar. Pero eso es otra columna y habrá de ser escrita en otra ocasión.

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