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Desde la tramoya

Decálogo del gurú de la política

Me entero de la inminente jubilación de Pedro Arriola, el sempiterno asesor de Aznar y Rajoy, mientras leo la deliciosa biografía de Fouché, el maquivelo de la Revolución Francesa, escrita por Stefan Zweig. En el prólogo, escrito en Salzburgo en el otoño de 1929, dice Zweig: "Sin duda una naturaleza heroica domina durante décadas y siglos la vida espiritual con su sola presencia, pero sólo la espiritual. En la vida real, la verdadera, en la esfera de poder de la política, raras veces deciden –y esto es algo que hay que recalcar, como advertencia contra toda credulidad política– las figuras superiores, los hombres de ideas puras, sino un género mucho menos valioso, pero más hábil: las figuras que ocupan el segundo plano. (...) Y diariamente volvemos a ver que el discutible y a menudo sacrílego juego de la política, al que los pueblos siguen confiando de buena fe sus hijos y su futuro, no se abren paso los hombres de amplia visión moral, de inconmovibles convicciones, sino que siempre se ven desbordados por esos tahúres profesionales que llamamos diplomáticos [la palabra que en la época señalaba a los asesores de hoy], esos artistas de las manos ágiles, las palabras vacías y los nervios fríos."

Reconozco con orgullo mi curiosidad y mi frecuente admiración por todos aquellos –alguna mujer también hay– con quienes comparto intereses y oficio: el conocimiento de las fuentes y los meandros de la opinión pública; la habilidad para seducirla o distraerla; los trucos del lenguaje; la creación y el manejo de los mitos colectivos, sus imaginarios y sus liturgias; la comprensión, en definitiva, de la natural fascinación que el poder ejerce en las sociedades animales, y en particular entre la especie humana.

Pero identifico también unas cuantas trampas psicológicas que hacen posible que algunos individuos, manteniendose siempre a salvo del rechazo popular, logren influir hábilmente en los líderes políticos.

Primera. El único partido que importa es el de la mayoría. Lo crucial es lograr el apoyo de esa mayoría. Por eso se puede empezar en la izquierda y terminar en la derecha –que es el camino más frecuente– o viajar al centro desde la izquierda. Si eso obliga a renunciar o a ocultar ciertos principios, se hace. Si el apoyo social obliga a defenestrar a viejos amigos, a matar al padre, a renunciar a antiguas amistades, se defenestra, se mata o se renuncia. De manera que hoy puedes estar negociando con terroristas y mañana denunciando a quienes hacen eso mismo. Hoy diremos que es una aberración que dos homosexuales se casen, pero mañana, cuando nosotros mismos podríamos evitarlo, miramos para otro lado si lo hacen.

Segunda. La verdad se la dejamos a los sacerdotes o a los matemáticos. Nosotros no trabajamos con la verdad, sino con lo verosímil. La política es precisamente el ámbito en el que se contrastan versiones diversas del mundo, ni completamente falsas ni por completo ciertas. Por eso un buen gurú sabe jugar con las palabras: busca sus significados y sus antónimos más eficaces, las maneja como plastilina, hasta que endurecen con su uso.

Tercera. Un buen gurú no genera en su cliente o su jefe seguridades, sino inseguridades. Tanto más valdrá su palabra cuanto más frágil y necesitado se sienta el líder. Por eso le dirá, aunque sea impostando, lo mal que ha hecho tal cosa o lo imprescindible que resultaría acometer otra. Con resolución, sin matices, sin dudas. "Debes hacer esto, jefe. Ya me darás la razón". Y si se trata de una gilipollez, con la misma aparente solvencia justificará su fracaso. El gurú solemniza obviedades con grandilocuencia, y jamás debe expresar dudas sobre sus recomendaciones.

Cuarta. Un gurú no es un comentarista. No va a tertulias. No escribe mucho. No opina; recomienda. Prefiere hablar directamente y solo al líder. No es asesor de partidos, que eso es muy etéreo y poco glamuroso, sino de presidentes. Sus consejos no se distribuyen. Sólo se aplican. Va a pocas reuniones, y desde luego no a reuniones con desconocidos y personal de servicio. Sería degradar el valor de su palabra. A fin de cuentas, si un gurú dice que aconsejó algo ayer al presidente del Gobierno, o al papa de Roma, y que el aconsejado siguió a pies juntillas sus recomendaciones, ¿quién va a desmentirle?

Quinta. Si quieres ser un gurú, lo mejor es serlo de alguien que vaya a ganar. Porque podrás decir que tú fuiste la clave de su victoria. Mejor ser el asesor de Aznar en 1996, aunque también lo fueras en 2004. O de Zapatero en 2004, aunque estuvieras con él también en 2011. De hecho, es clave ausentarte antes de que tu cliente o tu jefe pierda, o justo después de que lo haga, no vayan a pensar que tú tienes alguna culpa del fracaso... Un gurú surfea olas y sabe esperar con paciencia a que lleguen.

Sexta. Un gurú hacer creer que hay orden y estrategia en lo que sucede, aunque casi siempre las cosas pasen de manera improvisada, imprevista y caótica. El papel de un estratega crece en importancia si se cree que la estrategia es clave. Por eso los gurús suelen aludir con frecuencia a conspiraciones y supuestas componendas, aunque sean inexistentes.

Séptima. Un gurú de verdad debe ser misterioso y alimentar discretamente su leyenda. Es bueno buscarse algún periodista ingenuo que haga de biógrafo o al que colocar discretamente algún secreto, para que valide públicamente, muy de vez en cuando, el talento del asesor.

Octava. Si la gente cree que cobras millones, mejor. Aunque sea falso. De hecho, un buen gurú trabajará gratis para un ganador. Porque eso agrandará en falso su leyenda. Pero nunca reconocerá haberlo hecho. En todo caso, dirá que trabaja gratis para alguna causa filantrópica.

Novena. El trabajo manual que lo hagan otros. Un gurú no se mancha las manos. No distribuye panfletos, ni da mítines –de hecho, ni siquiera va a los mítines–. No crea eslóganes ni hace anuncios. Eso lo hacen los voluntarios, los creativos, los cuadros del partido. Un gurú solo piensa y dice lo que otros tienen que hacer. Y si la cosa no sale, no será por el gurú, sino por los que no hicieron bien su trabajo. Bueno... o de alguna conspiración, como dijimos...

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Décima. Si quieres ser gurú, compórtate como un gurú. Quítate la corbata de los forzados oficinistas. No cojas el teléfono a un don nadie. De vez en cuando no se lo cojas tampoco a algún pez gordo, para impresionarle con un poco de insolencia. No aceptes entrevistas ni hables mucho en público. Mejor si hay pocas fotos tuyas. Contrata a un asistente. O pídele a un familiar que se haga pasar por asistente.

Si quieres ser un buen gurú y creerte tus propios trucos, quizá te gusten las palabras del exprimer ministro británico John Major, que, en sus memorias, reconocía que por no tener suficiente talento para ser asesor de políticos, decidió meterse a político.

Yo personalmente me siento más cerca de Michael Ignatieff, el conocido intelectual canadiense, que fracasó estrepitosamente en su carrera por el Gobierno de su país, y que en su tierno y resignado libro, Fuego y cenizas, declara su admiración por los políticos grandes, tan frecuentemente cercenados por la necesidad de escuchar a los magos que les sugieren seguir el atajo más práctico en lugar de optar por la ruta más inspiradora, aunque sea más larga y difícil, a veces incluso imposible de completar.

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