El Vïdeo de la Semana

Como un dramático bolero de Ravel

La cara de Aylan contra la arena, su cuerpecito levemente mecido por las olas hasta que el policía lo levanta como con miedo, como si temiera lastimarle o que se le fuera a quebrar entre las manos, alcanza la categoría de impagable representación gráfica del sufrimiento presente y me temo que futuro de cientos de miles de seres humanos. Y, desde luego, de la ignominia en un mundo que sólo se acuerda de los débiles en el blanco y negro de los viejos documentales de tiempos o lugares remotos, o, como mucho, en el negro sobre blanco de las grandes declaraciones sobre papel mojado.

Todas las convenciones sobre la guerra, las cartas de derechos humanos, los principios de solidaridad universal con los que sufren, se ahogan en la playa donde Aylan, su madre y su hermana perdieron la apuesta por la vida y quedaron tendidos sobre la arena.

Por si había alguna duda sobre la hipocresía universal ante este caso, el mismo día en que la imagen dejaba sin aliento al mundo entero conocíamos que Canadá había decidido cambiar de criterio después de haber negado asilo a la familia del pequeño Aylan. Su padre, que lo ha perdido todo menos la dignidad, que regresa ya camino de ese país arrasado por la guerra y el terror “para no separarme nunca más de mi mujer y mis hijos”, ha sido quien ahora le ha dicho a Canadá que no al abrazo infame por tardío y por fruto de su mala conciencia.

Si tenemos que esperar a ver niños muertos para entender el dolor ajeno y ejercer la solidaridad es que nuestros valores andan a la deriva con muy poquita cimentación. Vamos, que vaya mentira de sociedad democrática que construimos, de cultura universal que profesamos, de valores humanitarios que defendemos, si hemos de oler la sangre y sentir el frío para empatizar con quienes sangran y están a la intemperie.

Yo sé qué haría usted, amable lector, si en su país estallara una guerra y a su calor surgiera un poderoso grupo de fanáticos que pasase a cuchillo a extranjeros y disidentes y destruyera cualquier huella de cultura y civilización que no considerase propias. Lo sé no sólo porque compartimos instinto de supervivencia, sino porque nuestros abuelos ya lo vivieron e hicieron lo mismo que el padre de Aylan, lo mismo que los padres de todos los Aylan de la tierra: escapar de la muerte con la esperanza de una vida mejor… o simplemente de una vida.

En España y en Europa sabemos de guerras y de éxodos, de destrucción y desesperada búsqueda de una vida mejor. Acaso me equivoque, o me ciegue la rabia y la impotencia, pero no veo demasiadas diferencias entre el exilio forzoso de miles de republicanos españoles, de millones de judíos que intentaron evitar los campos de concentración, de cientos de miles de ciudadanos sin presente ni futuro en las guerras de los Balcanes, y estas columnas de desesperados que se nos han colado en el corazón del continente europeo. En realidad, estamos hablando de una misma cosa: la humana e instintiva huida del infierno en que las guerras convierten nuestro confortable universo cotidiano.

Los zapatitos de Aylan no son sólo los de todos nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. En ellos está la historia y la esencia de nuestra condición de seres inteligentes y afectivos, pero también de animales feroces e insensibles: seguirán muriendo niños en las guerras o en los éxodos, poco importará mientras no haya fotógrafos; pero sobre todo, seguiremos abocados a repetir esa historia de la que nunca aprendemos convencidos como estamos de que el progreso no tiene marcha atrás.

Me malicio que en cuanto pase esta marea, Aylan sólo será un recuerdo cada vez más nebuloso salvo en los resúmenes de aniversario. Como mucho, se desplegarán iniciativas para parchear esta crisis y que nos haga el menor daño posible. En poco tiempo volveremos a la casilla de salida. Y será entonces cuando estemos nuevamente preparados para otra nueva “tragedia humanitaria” que tampoco estaremos en condiciones de resolver. Y así ad infinitum, como en un dramático e irresponsable bolero de Ravel.

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