Verso Libre

No me gusta ‘La Marsellesa’

Es verdad, pido perdón, lo siento, amo la cultura francesa, pero no me gusta La Marsellesa. Entiendo bien que poetas como Lamartine o Víctor Hugo quisieran cambiarle la letra y el sentido. Cosa de poetas, lo acepto.

Pero no acepto que el pacifismo, el rechazo de la violencia, el adiós a las armas, el miedo a la prepotencia, al patriotismo y al honor hueco, sean cosa de tontos y de ingenuos. Nada me da más miedo que el desprecio con el que utilizan la palabra buenismo los hombres de Estado. Cosas de la literatura. Y es que la literatura es una enseñanza, una experiencia de vida e historia. Por eso le tienen tan poco aprecio los nuevos hombres de Estado que gobiernan el populismo televisivo de la globalización.

Ya sé que el capitán Rouget de Lisle escribió en 1792 La Marsellesa, un canto de guerra, para darle sentido a una lucha contra los tiranos, los reyes y los déspotas. Al fondo tiembla en espíritu de la Revolución Francesa. Ahora bien: ¿los que cantan hoy el himno son partidarios de la libertad, la igualdad y la fraternidad?

Hay una parte significativa de la historia de Francia que ha unido el patriotismo con la hipocresía y la mentira. Zola escribió su “Yo acuso” para denunciar que el honor militar era una máscara del antisemitismo en el caso Dreyfus. La exaltación de la patria obliga a convivir con la ocultación de las realidades. Y la herencia es larga.

Como estamos conmemorando también el centenario de la Primera Guerra Mundial, es aconsejable volver a leer el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, el Adiós a todo eso de Robert Graves o los Senderos de gloria de Humphrey Cobb. Son modos distintos de contar la humillación humana de las armas, la mentira de las banderas, lo que se esconde bajo las órdenes que utilizan con mayúsculas palabras como Honor y Francia.

También es aconsejable entonar La canción de Craonne, el himno colectivo de los soldados franceses enviados a una muerte innecesaria por el general Robert Nievelle. Los soldados se amotinaron contra sus jefes y cantaron su queja, su adiós a la vida y al amor, por culpa de una guerra infame que sólo servía para que los ricos equilibrasen sus negocios.

También conviene leer a Jean-Paul Sartre, sobre todo esa escena de La náusea en la que el protagonista comprende la falsedad que esconden los grandes hombres, el retrato de los padres de la patria. Yo me acordé de Antoine Roquetin cuando Nicolas Sarkozy, subido en sus tacones, decretó en el 2003 el delito de ultraje a la bandera y al himno nacional francés. Y vuelvo a recordarlo ahora cuando François Hollande confunde la “Grandeur” con una reacción bélica, bombas contra bombas, cierre de fronteras y utilización del miedo para llamar a la comunión y la irracionalidad.

Mourir pour des idées, oui mais... de mort lente, cantaba nuestro inolvidable Georges Brassens. Hay cosas que merecen la pena ser pensadas tres veces como nos enseñaron Voltaire y Diderot. La violencia no está justificada, pero tiene causas. La guerra que decreta Hollande, por mucho que se obsesione con las fronteras, es una guerra civil, entre franceses, porque las víctimas compartían el pasaporte con los asesinos. Así que conviene seguir leyendo.

El escritor inglés John Berger explicó en Un séptimo hombre el modo descarnado con el que el capitalismo europeo planeó y gestionó la emigración en los años sesenta. Los obreros españoles y portugueses trabajaron para regresar a su casa y asumieron la marginación y el desprecio como una desgracia temporal. Pero muchos obreros de origen árabe no quisieron volver a sus tierras y aprendieron a vivir como franceses de tercera categoría, acumulando odio, sin ser invitados a una integración patriótica.

Yo soy poco partidario de las religiones, pero conozco a mucha gente que vive la religión como una forma de amor. Así que en la violencia de una batalla de religiones hay que buscar otros motivos más allá de las religiones. Y esos motivos los tenemos delante de los ojos cuando una potencia bombardea desde las alturas una ciudad, con aviones sofisticadísimos, para castigar la barbarie irracional de unos asesinos brutales y suicidas.

El sueño europeo de la modernidad surgió cuando la razón y el sentimiento apostaron por los vínculos fuertes entre los avances científicos, técnicos y éticos. La dignidad de la vida humana era el compromiso. Pero la ciencia y la técnica se han desprendido de la ética, han traicionado su valor poético, viven al servicio de los especuladores, del dinero del petróleo, de la industria militar, del odio y la desigualdad. Occidente financia, arma y establece relaciones económicas con los mismos que quieren imponerle a Occidente una vuelta a la Edad Media. ¡Cuántas preguntas tenemos que hacernos sobre el significado histórico de Arabia Saudí!

La muerte y la palabra

El caso es que las degradaciones económicas de la ciencia y la técnica se parecen mucho a la degradación ética de los canallas que irrumpen en una discoteca para acabar con la vida de los que bailan.

Todo esto no significa que haya que abandonar la reflexión sobre la seguridad debido al origen ideológico de la violencia. Significa que la reflexión sobre la seguridad debe ser consciente desde el primer momento del origen real de la violencia y no puede sustituir la meditación con un himno.

La Marsellesa habla de sangre impura, patria y muerte. Hay mucho Sarkozy que a lo largo de la historia ha cambiado por dentro las intenciones del capitán Rouget de Lisle. Yo amo a la Francia de Diderot, Zola, Céline, Sartre y Camus. Soy una víctima más de la batalla de Craonne.

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