Qué ven mis ojos

Los mismos perros con distintos collares

“El mundo sólo cambiará el día en que una gota de petróleo no valga más que una gota de sangre” 

Lo más raro que puede ocurrir en España es que pase algo. Tal vez sea una herencia más de la dictadura, cuyo golpe final sobre la mesa fue imponer el principio de que la única forma de superar el pasado es esconderlo. O quizá se deba a que nuestra al parecer inalterable vocación de centro y equidistancia nos hace temer los cambios y preferir lo malo conocido, algo que demuestra el hecho de que una y otra vez los votos de los ciudadanos hayan servido, al menos hasta las últimas elecciones autonómicas y municipales, para reelegir al 90% de los políticos acusados de corrupción que han vuelto a presentarse a sus cargos y para dejar una pregunta en el aire: en este juego de policías y ladrones, ¿quién le ha puesto las esposas a quién? Las encuestas han cambiado de trabajo y ahora ya no sirven para reflejar una tendencia, sino para crearla; pero si tuvieran razón, su mensaje es que en las próximas elecciones el bipartidismo se va a agrietar pero no se va a romper y tanto los que mandan como quienes les dan las órdenes van a seguir llevando las riendas en una mano y la fusta en la otra. Nos gustan los fuegos artificiales, que iluminan pero no queman. Nos gusta menos protestar que quejarnos, para que la fuerza se nos vaya por la boca. Hay un poema de José Hierro que podría valer como himno de la crisis, el 15-M y las banderas moradas en la Puerta del Sol, ese que dice, entre otras cosas: “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / (…) Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!». / Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!» / (…) Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada.” Son versos que no sirven de arenga sino como despedida; pero es lo que hay, por desgracia.

Nuestro menú favorito es el pájaro en mano. Y el poder no corre riesgos donde es difícil que algo suceda, aparte de los que alguno de sus representantes se pueda crear al decir por descuido lo que verdaderamente piensa. Y aun así, tampoco es para tanto. “Cuando veo que el auditorio se distrae, suelto un faisán”, decía Ortega y Gasset, pero a algunos la oratoria sólo les da para soltar un pollo sin cabeza. Así, el ministro de Asuntos Exteriores puede declarar que la única solución para enfrentarse a los asesinos de Corán y fusil que nos persiguen es “la eliminación física” de los terroristas, olvidando que es el jefe de nuestra diplomacia, que ésta se lleva a cabo con embajadores y no con soldados y que en nuestro país la pena de muerte hace tiempo que ha sido abolida. El de Educación, para explicar lo que todo el mundo sabe, que hay que mejorar la formación profesional, afirma que “va demasiada gente a la universidad”, que es un argumento que mezcla las clases con el clasismo. El de Defensa se dedicaba antes de ocupar su cargo a vender armas, y después a que las vendan sus antiguos jefes. Y hay que ver a quiénes, porque entre los años 2003 a 2014, España las ha exportado a Arabia Saudí por valor de 725 millones de euros, y resulta que hablamos de un país donde existen una policía religiosa y unas leyes opresivas que, sin ir más lejos, acaban de ordenar la ejecución del poeta Ashraf Fayad por considerar blasfemos algunos fragmentos de su libro Instrucciones en el interior y por grabar a las fuerzas del orden dando de latigazos a un detenido. Aquí también se han prohibido las cámaras y la difusión de los abusos, gracias a la nueva ley de seguridad ciudadana impuesta por un ministro del Interior que se dedica a condecorar a la virgen y presume de ir a meditar al Valle de los Caídos. El general sedicioso murió hace ahora cuarenta años, pero aún estamos esperando a que muera su tumba. Y lo que opina sobre la memoria histórica el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, hace que se le pueda incluir, en el mejor de los casos, entre aquellos “españoles con futuro / y españoles que, por serlo, / aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno”, de los que habla en una de sus obras Gabriel Celaya.

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Si quieres torear bien, olvídate de que tienes cuerpo, decía el matador José Belmonte. Si quieres llegar lejos en el mundo de la política, desentiéndete de tu cara, déjala de lado por si de verdad fuese el espejo del alma. Su meta es ser populares sin que los conozcan, lograr que todo el mundo los mire pero vea a otros; y nuestra forma de defendernos no es escuchar lo que nos dicen, sino darse cuenta de lo que callan, lo que intentan ocultar. Porque siempre, pero aún más cada cuatro años, aquí todo se parece demasiado a esa carta que la ministra de Trabajo ha dado orden de no mandarle a los pensionistas hasta después del 20–D, no sea que descubrir lo negro que se presenta el futuro les dé la tentación de intentar transformarlo. Lo que han hecho con esa circular pone a las claras que su método es una variación de la táctica del avestruz que consiste en enterrarnos la cabeza a los demás.

La cita de Belmonte la pueden encontrar en la última novela de Berta Vias Mahou, Yo soy el otro, que acaba de publicar la editorial Acantilado y que cuenta la historia de José Sáez, un diestro cuya virtud más sobresaliente era una casualidad: ser casi idéntico a Manuel Benítez, El Cordobés, que en aquella época era una celebridad que abarrotaba los tendidos y fuera de las plazas no podía dar un paso sin que lo siguiese una muchedumbre. ¿Era bueno en su oficio? No sé, pero el oficio fue bueno para él, porque le proporciono éxito en los ruedos y en las pantallas de cine y le llenó los bolsillos. “Hemos estado buscando las siete diferencias entre vosotros, pero sólo hay una que importa: él es famoso y tú no”, le dice un apoderado al imitador en el libro de Vias Mahou, que es una inteligente reflexión sobre el triunfo y el fracaso, los espejismos a los que a veces nos entregamos para no ver el desierto y los valores que actúan como motor de nuestras sociedades. El doble de esta historia se consuela pensando que “el verdadero talento está en la bondad y la verdadera valentía, en la discreción”, pero lo dice desde el lugar que ocupan los derrotados. Los otros, los que supieron llegar primeros a fuerza de no detenerse ante nada, los miran y sonríen desde las alturas. Es un reparto de papeles clavado al que ofrecen muchos de los que aspiran a tener las llaves del Palacio de la Moncloa. Y si ellos son similares, nuestras dudas también. ¿Albert Rivera, por ejemplo, es el doble de Mariano Rajoy sólo que con otra fachada?

Eso sí, unos para llegar hasta allí y otros para no tener que marcharse, necesitan pasar por las urnas. Unos necesitan que todo cambie y otros que todo se quede como está. Y, en el fondo, lo que se elige también es siempre lo mismo, un mundo más o menos justo, donde una gota de petróleo no valga más que una gota de sangre, y los que lo hacen también deben adivinar algo similar a quién es el Cordobés, quién es su doble y si merece la pela escoger a alguno de los dos o buscar un tercero. Ya me entienden. A veces, nos encontramos por el camino a los mismos perros con distintos collares. Pueden parecer otros, pero muerden igual y muerden siempre a los mismos.

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