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Un respeto, señores

Los dos únicos debates verdaderamente interesantes que ha traído la precampaña electoral han sido los de Iglesias y Rivera en la Sexta con Évole y con Alsina en la Universidad. Más si cabe este segundo porque ha sido en vivo y con preguntas del público. Nada pactado, nada medido, ni tiempos ni orden de intervención, ni última palabra…nada; sólo Carlos ejerciendo de moderador con el mismo rigor y oficio que destila cada mañana en 'Más de Uno'.

El enfrentamiento directo y sin corsés despierta el interés de los ciudadanos porque permite que se expongan las ideas con mayor fluidez y que los políticos se muestren como son, sin refugiarse en el rigorismo formal.

No es casualidad que sólo los emergentes de entre los grandes partidos hayan tenido el valor de asumir este formato que los otros han aceptado como a regañadientes. Entre ellos los que como UPyD o Izquierda Unida se consideran injustamente excluidos. Tienen razón, pero tampoco he visto mucho entusiasmo por su parte en participar en debates verdaderamente abiertos, sin reglamentos y expuestos a la opinión, la crítica o hasta la impertinencia del público asistente.

La clase política española se ha acostumbrado a la comodidad formal. Pero esa comodidad ha dejado ya de ser rentable incluso en el cortoplacismo político tan de uso tópico entre ellos. Tengo la impresión de que los ciudadanos ya han dicho –hemos dicho– basta a las palabras vacías o los eslóganes eficaces, y mucho más a promesas de tanta altura que nunca se llegan a cumplir.

En el Partido Popular todavía no se ha enterado y los socialistas no parecen tampoco excesivamente atentos a esa realidad. Los dos atriles vacíos en el debate universitario de ayer parecen atestiguarlo así. La torpeza del gobierno de enviar a la vicepresidenta al debate del día siete en Atresmedia lo confirma absolutamente.

Se atisban también otros cambios formales. Ya verán ustedes como después del 20-D los debates parlamentarios van a ser más briosos y cercanos, más comprometidos y seguramente más brillantes. La actitud de los “emergentes” apunta en esa dirección.

Y falta hace. Porque la política son también formas y el respeto necesita de ellas para hacerse visible. Respeto a los ciudadanos, que es el importante, y tiene que estar, llegado el momento, por encima del debido a compañeros de partido y parlamento. Respeto que se traduzca en no engañar ni ocultar, pero también en utilizar todas las armas dialécticas para impedir que lo haga el adversario. Como ciudadano tengo derecho a pedirle a quien me representa que exponga sus puntos de vista y también que obligue a los demás a hacer lo propio.

No otra cosa es un debate. No otra cosa quieren los ciudadanos. Esos que reconocen y valoran el juego político cuando abandona lo primero y acentúa lo segundo; cuando se habla con franqueza y convicción y se discute con rigor y vehemencia. Sin postureo, sin fingir ni querer quedar bien.

Cuando se reconoce que la discusión política, el debate ya sea electoral o parlamentario, no es una prerrogativa del político sino un derecho de los votantes, de los ciudadanos.

Pero, claro, cómo le explicas eso a un gobierno que considera normal que su presidente nos hurte su presencia y su sustituta trate de justificar semejante falta de respeto al ciudadano, en que son un equipo. Como si gobernar fuera jugar al futbol o gestionar una empresa, como si el valor del liderazgo político se pudiera relativizar en función del interés de cada momento. Como si fuera lo mismo presidir el gobierno que ser vicepresidenta. Como si en Moncloa hubiera calado la fórmula CUP para Cataluña y se alternaran de facto la señora SAenz de Santamaría y el señor Rajoy. Como si diera igual.

• Albert Rivera: “El debate de la relación Iglesia y Estado está bastante solventado”
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Y no es lo mismo. El respeto al ciudadano obliga a no esconderse en lo formal y las palabras sino otorgar valor a lo primero utilizando con franqueza las segundas.

Claro que quiero que gestionen y resuelvan problemas, pero también que me digan lo que quieren hacer y lo que piensan. Que no tengan miedo ni de hablar ni de enfrentarse al adversario. Que me respeten.

Que no me consideren tan idiota como para confundir su cobardía con prudencia o su falta de ideas con discreción.

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