Plaza Pública

Podemos año dos: la furia, las líneas rojas y la voluntad de poder

Miguel del Fresno

Hace un año, cuando Podemos era aún considerado como un movimiento marginal, publiqué en este mismo medio Podemos año uno: la furia y la búsqueda de equilibrio donde, en síntesis, presentaba a Podemos como la irrupción política más importante de las últimas décadas en España, explicaba que su creciente calado y potencial social residían en entender a qué corrientes y demandas sociales profundas estaba poniendo discurso, y mostraba que estaba funcionando como un gran agregador de la desafección y la ira social debido al durísimo castigo social a las clases medias y bajas infligido por el PP.

Además, proponía que Podemos no perseguía recuperar un equilibrio perdido, sino organizar a su alrededor una voluntad de decisión colectiva apelando, casi en solitario, al discurso del bien común. También detallaba cómo se estaba beneficiando del embelesamiento del bipartidismo y de su impermeabilidad ante la pobreza, la corrupción, el desempleo, el deterioro de la educación y la sanidad públicas, los desahucios, que han quebrado el contrato social existente desde la transición y, por tanto, lo invalidan de forma progresiva desde dentro.

La comunicación de Podemos ya era analizada como un hito en eficacia, al conectar su lenguaje con la percepción de la realidad que tiene gran parte de la población, fabricando metáforas o enmarcados lingüísticos eficaces ("casta", "candado del 78", derecho a decidir). Enmarcados que han sido utilizados, incumpliendo las normas más elementales de la comunicación política, incluso por sus oponentes ideológicos, para ser convertidos después en algo de sentido común, llevando a crecientes capas sociales a comprender la realidad de forma diferente o en oposición a la comunicada de manera oficial.

La diana, el enemigo objetivado de Podemos desde el inicio, fue el bipartidismo. El partido de Pablo Iglesias se apropió de manera progresiva del concepto #PPSOE, que llevaba a la indiferenciación interna del bipartidismo, una bandera que Ciudadanos también ha querido compartir, mano a mano, después.

Esa comunicación eficaz uniendo lenguaje con percepción, un mosaico ideológico en redefinición constante y la omnipresencia en las televisiones y otros medios, acabaron por convertir a Podemos en un interlocutor racional legítimo antes de tener representación oficial. Además, ser subestimados y despreciados por el embelesamiento soberbio o pasivo del PP y del PSOE ayudó a convertir el camino de Podemos en crecientes plazas de contagio y adhesión social.

Durante 2015 Podemos no ha aportado grandes novedades ideológicas a su proceso de agregación social y sí retrocesos tácticos importantes sobre su línea de salida y muchos ajustes electorales para reducir las aristas con segmentos de audiencia más heterogéneos. Mientras tanto, el bipartidismo seguía negando la evidencia de que en situaciones de crisis profundas las sociedades buscan siempre nuevos equilibrios, aunque puedan ser sorprendentes o irracionales para quienes se obstinan en ver inmóvil una realidad que no deja de mutar.

Analizando los datos del CIS –más allá de los ejercicios adivinatorios sobre las horquillas de escaños–, se comprueba que la intención de voto a Podemos la acaparaban hombres, muy críticos con el PP y con Mariano Rajoy, y pesimistas con la situación socioeconómica pasada y próxima del país. La ira social que contribuyó al 15-M y el posterior germen de apoyo recibido en las elecciones europeas hicieron crecer el tallo de Podemos tras las municipales y autonómicas.

Una prueba añadida de la claridad de ideas con que Podemos gestiona la comunicación es la rapidez con la que en la noche electoral salieron a marcar sus líneas rojas al resto de los partidos. La iniciativa les dio, de nuevo, protagonismo y cierta ventaja escenográfica. Así consiguieron marcar el arranque del debate poselectoral, aceptando o negando esas líneas.

Es significativo que tres de sus cuatro líneas rojas no estuvieran entre las principales demandas con las que Podemos conectó percepción y realidad política en sus inicios: la reforma electoral, la moción de confianza y el derecho a decidir –concesión obligada como red de arrastre de votos en las franquicias regionales– son demandas de estricta carga política; sólo el blindaje de los derechos sociales forma parte del ideario embrionario de Podemos, junto con el señalamiento de los problemas sociales derivados de la política del PP y otras propuestas de automarginalidad política (impago de deuda, banca pública, salida del euro, de la OTAN, renta básica generalizada) que han sido abandonadas en las cunetas antisistema.

De esas líneas rojas de la noche electoral es muy llamativa la reforma de la ley electoral. Lo cierto es que ni Podemos ni sus franquicias regionales se han visto seriamente perjudicados por la ley electoral; un sistema proporcional puro les habría dado sólo entre dos y tres diputados más. Si el verdadero damnificado ha sido Unidad Popular con IU al frente, ¿por qué Podemos dibuja esa línea roja de manera tan prioritaria?

Primero, porque así Podemos ha tomado el estandarte de los perjudicados o víctimas, sin serlo. Segundo, porque enmarca la ley electoral como parte de lo viejo. Como politólogos, sus líderes saben que la Ley D'Hondt es un sistema proporcional que, aunque tiende a beneficiar a los partidos más votados, no es de los modelos que más fuerzan el bipartidismo, dejando de lado que sí ha tendido a sobrerrepresentar tradicionalmente a los nacionalismos regionales, que han obtenido victorias electorales reseñables. Y, tercero, muchos hablan de la reforma de la ley electoral, pero nadie ha presentado una sola idea a debate público de cómo debería ser esa nueva ley.

También merece la pena recordar que, cuando IU estaba dirigida por Cayo Lara, Pablo Iglesias –que había estado colaborando con la coalición como asesor desde 2011– fue rechazado como candidato en sus listas para las elecciones europeas de 2014. Así fue como nació Podemos. En junio de 2015 fue Pablo Iglesias quien escenificó, en una clásica escena de sofá, una ruptura más simbólica que cruenta con IU, pero con declaraciones agresivas que objetivaban a IU como el rival electoral. Haciendo un ejercicio de política ficción, imaginemos que Podemos y sus franquicias (5.189.463 votos) hubieran ido en coalición con Unidad Popular (923.133 votos) el 20-D. En teoría, ambos grupos habrían sumado 6.112.596 votos; esto es, 581.817 más que el PSOE y 1.103.156 menos que el PP, lo que les habría otorgado la segunda posición y entre 102 y 104 diputados.

¿Por qué razón la reforma de la ley electoral, que a quien más ha perjudicado es a IU y que tampoco supone cambios significativos para Podemos, se presenta como una línea roja tan marcada? Esta cuestión se explica mejor desde la estrategia política que desde la justicia política. Primero, hace desaparecer del primer plano de cualquier debate la decisión de Pablo Iglesias de no llegar a ningún acuerdo con Alberto Garzón. Segundo, Podemos persigue la hegemonía política en todo el espectro de la izquierda ideológica. Al carecer de rival directo por su izquierda, ya amortizada hasta lo anecdótico IU, su próxima cantera de votos es la de PSOE, erosionando a Pedro Sánchez en su liderazgo y capacidad simbólica. Y tercero, opaca la cada vez más evidente voluntad de poder de Pablo Iglesias y la élite de Podemos que, utilizando el discurso asambleario, va conformando, en realidad, un partido jerárquico y tan abocado al culto a la personalidad como los viejos partidos.

Desde este punto de vista es como se entienden mejor las otras tres líneas rojas. En realidad, es simple. Son un juego de limitaciones y un procedimiento de exclusión de terceros para que Podemos se refuerce, manteniendo muy por encima el paraguas de mayor legitimidad: la línea roja social. Podemos marca esas líneas no para sus votantes, sino frente al PP, el PSOE y Ciudadanos, porque de lo contrario el partido de Iglesias parecería muy consciente de las dificultades derivadas de la ingobernabilidad. Quizás las líneas rojas acaben por demostrar la hipótesis de que los miembros de Podemos creen ser los únicos a quienes puede beneficiar la ingobernabilidad o el debate precipitado sobre las alianzas antinaturales (por ejemplo, PP-PSOE) al que se ha apresurado a entrar Ciudadanos.

El discurso de Podemos ha evolucionado con tanta astucia como inteligencia creciendo en sus ajustes táctico-sociales y mantiene la bandera de lo social bien enarbolada, pero ya no parece responder a una voluntad de verdad: ya no es la herramienta que muestra las contradicciones sociales, que traduce una lucha de ideas y desvela las maniobras de esa casta y por qué la desigualdad es una decisión política. En términos de Foucault, el discurso de Podemos es en sí mismo aquello por lo que se lucha, la objetivación de la voluntad de poder, de aquello que se persigue para adueñarse de él, la construcción de una doctrina.

Podemos año cuatro: escapando del presente

El primer damnificado de Podemos tenía que ser IU, aunque Podemos lo opaque usando la ley electoral; el segundo es el PSOE, que se siente observado desde la mira telescópica de Podemos. La búsqueda de equilibro de Podemos de hace un año ha tomado un desvío, la distancia entre el discurso y el pensamiento no deja de ensancharse, su voluntad de poder ha quedado explicitada en una separación y un rechazo como principio de exclusión: las líneas rojas como frontera, lo viejo y lo nuevo, los otros y nosotros, como si fuera suficiente para explicar todo en política o como si de eso dependiera el bien común.

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Miguel del Fresno es sociólogo y profesor de la UNED

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