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Cavando hacia el fondo de la tierra

Manuel Valls, el primer ministro francés, se ha convertido en estas fechas navideñas en otro ejemplo evidente del por qué la socialdemocracia oficial, la surgida de la II Internacional, es cada vez menos creíble para aquellos que quieren cambiar en una dirección progresista el actual estado de cosas en Europa. De tan pegado a la tierra, de tan posibilista, de tan pragmático, de tan preocupado por los sondeos, los editoriales de la Prensa conservadora y la valoración de los mercados financieros, Valls resulta ya difícil de distinguir de cualquier dirigente no demasiado ultra del partido de Sarkozy.

Valls acaba de adoptar una idea que el Frente Nacional lleva años propugnando: la posibilidad de quitar la nacionalidad francesa a los que no sean hijos de franceses, es decir, a los hijos de inmigrantes. Lo peor, sin embargo, ha venido después, cuando esa propuesta, que rompe con la tradición republicana del Hexágono, ha despertado protestas, incluidas las de algunos socialistas. Cual tertuliano derechista, Valls ha replicado criticando con acidez a esa izquierda que “se extravía en nombre de grandes valores”.

Voilá! Al fin lo dijo. ¿A qué viene reivindicar esas antiguallas de la libertad, la igualdad y la fraternidad? ¿Qué estupideces son esas del asilo, el humanitarismo o el internacionalismo? ¿Por qué deberíamos considerar inalienables ciertos derechos? Los valores de la izquierda son paparruchas frente a los desafíos del siglo XXI, ¿verdad, monsieur Valls? Por poner otro ejemplo, ¿a quién se le ocurrió la bobería de que el Estado democrático es el garante del contrato social?

Escucho en las radios francesas el debate suscitado por la declaración de Valls y pienso que el problema de la socialdemocracia oficial europea es que el inquilino de Matignon no es el primero de sus dirigentes en expresar tal aversión a los valores que constituyen la razón de ser la izquierda. Felipe González y Tony Blair, entre otros, ya lo hicieron de palabra, de hecho o las dos cosas a la vez. Quizá por eso a millones de sus electores potenciales les cuesta cada vez más distinguirlos de un centroderecha limpito y civilizado.

Lo vemos también en la España de hoy. El propio Felipe y los barones castizos del PSOE no paran de babear ante cualquier cosa que suelte el monarca, aunque, si les preguntas, se declaran republicanos. Aseguran ser federalistas, pero se suben por las paredes ante la posibilidad de que una comunidad pueda ejercer el derecho a decidir. Llevan aún la S de socialista y la O de obrero en las siglas de su partido, pero tildan de “populismo“ y “demagogia” propuestas que pretenden terminar con las puertas giratorias entre la política y las grandes empresas, o darles un coscorrón a los bancos que efectúen desahucios particularmente crueles, o subirle un poquito los impuestos a los ricos para combatir el paro, la desigualdad y la pobreza.

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Le tengo mucho respeto a la tradición socialista europea: nuestro continente le debe grandes progresos en la vía expresada, precisamente, por los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero me temo que Valls tiene poco que ver con Jean Jaurès, al que un patriotero de derechas asesinó por pacifista en vísperas de la I Guerra Mundial. Como intuyo que Felipe y los castizos tienen poco que ver con Pablo Iglesias, y me estoy refiriendo al que fue encarcelado en 1909 por llamar a la huelga general en solidaridad con la Semana Trágica de Barcelona.

No estoy diciendo que no haya que ponerse al día. Estoy diciendo exactamente lo contrario: la socialdemocracia oficial está pidiendo a gritos una refundación. Urbi et orbi. Pero una refundación en la dirección del progreso, no en la del conservadurismo de toda la vida. Un renacimiento que, en contra de lo que dice Valls, recupere sus valores propios y, de paso, la valentía de Jaurès y Pablo Iglesias.

No veo mucho progreso en copiarle las ideas al Frente Nacional en el caso francés. Como no veo progreso, sino más bien una caspa difícil de distinguir del PP, en sostener que lo verdaderamente socialista es anteponer la legislación vigente, la sagrada unidad de España y los intereses del Ibex 35 a cualquier modesta posibilidad de cambio. Diríase que la socialdemocracia oficial desea seguir cavando en dirección al centro de la tierra.

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