El vídeo de la semana

Pico de oro

Soy un ingenuo, lo sé. Pero siempre he creído en la palabra como instrumento para abrir más que para cerrar, para crear y no para destruir, para mostrar y no para ocultar. Admiro la capacidad de utilizar las palabras con la trascendencia de lo que emociona o con la efectividad de lo que convence. Me gusta la tertulia y el debate porque nos permite enfrentarnos a quienes no piensan como nosotros y a veces cambiar de puntos de vista por la acción de una dialéctica inteligente.

La política es también el arte de la interpretación, pero sus actores no sólo tienen que parecer verosímiles y creíbles, sino que han de ser honestos y no engañar. La diferencia entre un actor y un político es que del primero esperamos que nos engañe y cuanto mejor lo haga, más le valoramos. El político tiene que resultar creíble pero ni engañarse ni engañarnos, porque su impostura es mentira y su mentira es corrupción.

Esta semana hemos visto un debate en el Congreso de los Diputados, que tenía más de teatro de feria que de intercambio de puntos de vista inteligentes. Había mucha palabrería pero poca dialéctica. Y lo peor es la sensación de que toman a los ciudadanos por imbéciles.

Cabría esperar –ya digo que soy ingenuo- que en este nuevo tiempo político pudiéramos asistir a un parlamentarismo más inteligente, más de intercambio de opiniones si no con capacidad de convencer al menos de hacer que los demás, los adversarios políticos, tuvieran menos herramientas para mantener sus posiciones o el estímulo de atacar las ajenas con argumentaciones de peso. E incluso que pensando en los ciudadanos, los parlamentarios se mostraran combativos y eficaces en el fondo buscando algo más que quedar bien ante su entregada clá regocijándola con palabras gruesas pero vacías.

Cierto es que no hay un Castelar revivido y que entre nuestro paisaje parlamentario no se revela de momento ningún pico de oro, pero resulta irritante que durante las horas de debate no se pueda encontrar ni un solo instante de algo parecido a una honesta disposición a la atención al adversario por si dijera algo que pudiera modificar si no posiciones, al menos algún punto de vista. Nada de eso ha habido. Al contrario.

La propia vicepresidenta en funciones lo decía ayer sin cortarse: “a estos debates se viene con el acuerdo cerrado”. O sea, nos cargamos el parlamentarismo.

¿Y si pudiéramos haberlo evitado?

¿Y si pudiéramos haberlo evitado?

Eso de debatir para convencer, eso de ejercer la dialéctica política brillante e incuestionable, eso de poner ante las cuerdas al adversario para enfrentarle a su contradicción, eso de expresar razones y cargarse de ellas ante la opinión pública, es impostura, teatrillo para que se entretenga el personal.

Visto lo visto esta semana, nos podríamos ahorrar los debates. Que pacten en los salones, que acuerden en los pasillos y se dejen de plenos y de historias. Así podrán irse antes a ver el fútbol.

De modo que nos seguiremos quedando en las formas, en los morreos simpáticos entre iguales para que le den brío a plenos en los que se habla mucho para nada. El único pico de oro posible y trascendente va a ser el que puedan darse algunos diputados como Iglesias y Domènech.

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