Plaza Pública

Posderecha y posizquierda

Miguel del Fresno

La derecha en España está atrapada en un cortocircuito autorreferencial. La corrupción masiva carcome su estructura y dilapida su capital social mientras que el culto, real o de conveniencia, al líder se mantiene tan embelesado como intacto. La izquierda está atrapada en la fragmentación causada, como siempre, por la autoafirmación a través de las diferencias de matiz. El problema del sistema asambleario o de los círculos, consejos o el nombre que hayan tenido –como si nunca hubiesen existido en el pasado–, es siempre su incompatibilidad con la burocracia y la maquinaria de gestión vertical orientada al culto al líder y al partido.

Mientras, asistimos a la perturbación constante de la vida cotidiana por la crisis que no cesa –ya ni se proyectan los hologramas de brotes verdes renacidos–, a la corrupción y a la creciente parálisis institucional debido al flujo táctico de los partidos políticos, que han convulsionado todo para que todo siga igual tras cinco meses.

Hay varias formas de entender la repetición de las elecciones. La primera es desde el tacticismo. Por el cual uno o varios partidos políticos, en realidad un número reducido de sus responsables, entienden la ingobernabilidad como una fuente de mejora de los resultados electorales. Lo que se plasma en el intento de control del discurso basado en la imposibilidad de llegar a acuerdos culpabilizando a otro u otros y en la expectativa de obtener nuevos réditos. No obstante, no son tan evidentes los posibles cambios en la intención de voto a escala nacional. Lo perverso de la repetición de las elecciones reside en que para los partidos políticos las ganancias –de la no cooperación– se materializan antes que los costes de la no cooperación, justo lo contrario de lo que está ocurriendo para la sociedad.

La segunda forma de entender la repetición de las elecciones es desde la mentira política. El filósofo e historiador Alexandre Koyré escribió, tras exiliarse en EEUU huyendo de la Alemania nazi, un breve ensayo donde señalaba la política como el “espacio privilegiado de la mentira”. Así, la repetición de las elecciones sería el resultado de que uno, varios o todos los protagonistas han estado mintiendo de forma sistemática a la sociedad. No es racional, aunque pudiese parecerlo, que todos los involucrados declaren su voluntad para el acuerdo y éste no se produzca; la mentira está en juego y a la vista.

No deja de ser sorprendente, y alarmante, lo mucho que nos hemos acostumbrado a la mentira política –la intención de engañar a una audiencia para fabricar ciertas percepciones–, a la levedad de las hemerotecas que las hacen innegables y a la falta de coste individual o partidista asociado a ella. A eso señalaba Koyré al referirse a la mentira y su capacidad extrema de transformar el tejido de lo real. La mentira política, aunque muestra de forma rápida sus beneficios a políticos y partidos, externaliza los costes a la sociedad, la sobrecarga de partisanismo y corrosión social, moral e, incluso, delictiva.

La dicotomía ideológica entre izquierda y derecha ha tenido la utilidad siempre de que las personas supieran qué intenciones tenía cada partido y qué cosas se proponían hacer de alcanzar el poder político. En campaña electoral, si es que no estamos en constante campaña, lo que se dice tiende a obtener todo el protagonismo mediático por encima de que lo que se hace. Esto es entendido por la clase política generando un flujo constante, sin descanso, para mantener la atención no sólo de los medios profesionales sino también de los medios sociales. Lo importante es mantener el flujo de lo dicho sin interrupciones: parece que está permitido decir todo si captura la atención. Luego ya se gestionará la memoria colectiva con nuevas mentiras políticas.

Ante tal imparable normalización de la aceptabilidad de la mentira política parece que, como sociedad, nos hubiéramos instalado en un cierto nihilismo sin tragedia. Que la esterilidad de gran parte del discurso político, su cháchara, vacuidad y coste social para los ciudadanos no tuvieran consecuencias. Tal es el extremo de normalización de la mentira política que la clase política se permite la ostentación incluso de prescindir de la mera verosimilitud.

La normalización de la mentira política es la herencia del totalitarismo clásico a las democracias modernas. Y es en este nuevo ecosistema de comunicación colectiva donde los medios profesionales se han hibridado con los medios sociales de Internet: todo avance tecnológico acaba poniéndose al servicio de la mentira, donde ésta, disimulada en formas más amigables y teatrales, crea una deriva soft totalitaria de la política contra la sociedad.

La politóloga Hannah Arendt, ante la pregunta de un entrevistador sobre qué era lo más absurdo de su tiempo, respondió que “hay tantas cosas absurdas en nuestro tiempo que es difícil asignarle a una el primer puesto”. Algo parecido sucede con el debate sobre izquierda y derecha. La propia clase política nos presenta de forma absurda y simultánea tanto su final histórico como su reactivación hasta el paroxismo. Las sociedades parecen reclamar no el fin de las ideologías o de la historia, sino una posderecha y una posizquierda: que no recurran a la mentira política como arma básica cotidiana, que recuperen el factor moral de la política, que la verdad sea una cuestión de principio, que desactiven las amenazas de ruptura social, que reconstruyan la confianza en el gobierno y las instituciones, y que persigan el éxito y la eficacia de los servicios públicos.

Razones para ganar

Las elecciones anticipadas son, sobre todo, la evidencia de la brecha existente entre intereses partidistas y líderes obsesionados, por un lado, y los intereses sociales que debería canalizar la política por otro. La mentira política no es anónima, no es neutra, no es gratis; es corrosiva, es amoral, es costosa, es asocial. La ubicuidad de la mentira política no es un fenómeno banal para pasarlo con ligereza por alto, mientras se convierte en el brazo etéreo de un totalitarismo soft que no deja de ver a los ciudadanos como si estuvieran en una minoría de edad perpetua.

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Miguel del Fresno es sociólogo y profesor de la UNED.

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