El vídeo de la semana

Esos ojos

Mientras éstos que ustedes saben no se ponen de acuerdo ni en lo elemental, es decir, la forma de abaratar la campaña que todos decían no querer, yo trato de encontrar algo de energía vital en los ojos de mi hija. Son los ojos de una niña que empieza ya a dar síntomas de cierta soberbia adolescente, como les sucede a cientos de millones de ellas en todo el mundo.

Una niña que estudia en un colegio concertado, que tiene su pandilla de amigas y empieza a salir con ellas y con algunos chicos. Los fines de semana deambulan juntos sin aparente dirección, riendo o discutiendo, cotilleando secretos o fabulando incomprensiones de sus padres. Luego vuelven a casa y se despiden de nosotros con un beso. Duermen tranquilas, soñando quizá con un chico o una fiesta o un viaje... quién sabe. Entre semana supone la vuelta al cole, al estudio y al esfuerzo y las discusiones de siempre con mamá o con papá. Todavía no está atenta a las noticias y continúa viviendo en ese mundo propio que nos es ajeno a los adultos. Por eso no ha seguido –ni le interesa– la crisis política, los movimientos del ejército ni las amenazas del país vecino. Le resultan lejanas. Como los rumores de guerra. Como su comienzo.

Sólo es consciente de que algo iba mal la noche en la que interrumpimos violentamente su sueño. El ejército de otro país, apoyado por algunos grupos de la oposición radical, estaba bombardeando la ciudad y teníamos que escondernos. Esta noche quizás baste con el sótano de casa, pero a partir de ese momento todo cambió.

Ya no hay cole y algunas amigas han quedado en una zona a la que ya no se puede ir porque está llena de hombres armados. Siguen las noches de bombas y miedo. Tampoco hay trabajo. Los adultos somos incapaces de ocultar la desesperación y el temor. Una tarde un grupo de hombres se lleva a la fuerza a su hermano y a su hermana mayor. Nunca vuelve a verlos. Cada vez hay menos comida y sólo la ayuda de algunos vecinos y grupos de extranjeros que se reparten por el barrio permite sobrevivir a la familia.

Un día, después de muchas semanas de miedo, sin casa ya, destruida por las bombas, y sin la menor idea de si vamos a seguir vivos al día siguiente, un vecino propone huir a un lugar en el que se concentran otros muchos como nosotros que lo han perdido todo; y, desde allí, tratar de alcanzar aquel mundo en paz, confortable y luminoso que mi hija sí conoce porque lo veía todos los días en la televisión.

La familia se pone en marcha. Lo que nos quedaba de los ahorros que habíamos conseguido guardar, se los entregamos a un conocido con la promesa de llegar a esa tierra de paz donde podremos encontrar un futuro. No está claro, no hay garantías, pero sí la certeza de que aquí y ahora no lo hay. Y antes de que muera o enloquezca la niña, antes de que su destino sea el que temo le esperó a sus dos hermanos, huimos como sea, donde sea.

En una barca en la costa nos suben junto a otras decenas de desesperados. De nuestro país y de otros. Todos con miedo y muchísimo dolor a las espaldas. Los niños apenas hablan. Como la nuestra, que dejó de hacerlo hace ya tiempo. Es de noche y el mar está en calma, pero a los pocos minutos de viaje en medio de la espesa oscuridad de mar y cielo, estalla una tormenta. La barcaza no resiste y terminamos todos en el agua. Lo último que veo antes de cerrar los ojos es la mirada pavorosa y suplicante de mi hija mientras se hunde en la negrura del mar.

Cuando abro los ojos vuelvo a la luz y tomo conciencia de la realidad. Mi hija está ante mí, mirándome con esa energía vital que me contagia y me alimenta. Era una ensoñación, una pesadilla que me asaltó despierto quizá por la sobrecarga de información alrededor de aquel conflicto lejano. Mi universo está en orden y eso no va a cambiar.

¿No va a cambiar? ¿Somos realmente intocables? ¿Cuál es entonces la razón para seguir viéndonos superiores en un mundo que no acepta abrirse para mitigar el sufrimiento de los demás? ¿No será el miedo? No veo diferencia entre Lilly, Amira o mi hija. Sólo el tiempo –70 años– y el espacio, unos miles de kilómetros, marcan diferencias. La cultura también, pero no en nuestra condición. Niñas lo son aquí y en cualquier lugar. Tanto en Europa en el 42, como en Siria o Afganistán hoy, la historia de sufrimiento es la misma. Lo hemos olvidado. O queremos conjurarlo, quién sabe, elevando aún más las murallas.

Hasta que nos llega o regresa. Que ojalá no sea nunca. Sobre todo para no ser involuntarios actores de una infamia como la que está escribiendo Europa.

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