A la carga

La ventaja universitaria catalana

De acuerdo con la versión dominante de las élites intelectuales españolas, la existencia de partidos nacionalistas constituye una de las principales rémoras de nuestra democracia. El nacionalismo, según este diagnóstico, es una ideología localista, insolidaria y excluyente, que si no se controla acaba en episodios de limpieza étnica. Obedece a impulsos tribales y atávicos que reflejan las peores tendencias del ser humano y que erosionan el orden liberal del Estado de derecho. En mi libro La desfachatez intelectual he proporcionado múltiples ejemplos de las opiniones extremas de buena parte de nuestros intelectuales acerca del nacionalismo. Algunos autores, como Antonio Muñoz Molina y Fernando Savater, llegan a atribuir la causa de la crisis económica y política de España a los nacionalismos periféricos, a las tensiones y conflictos que estos producen.

Para hacernos una idea del rigor de estas críticas, creo que el mejor ejercicio consiste en trasladarlas a otras ideologías. ¿Tendría sentido condenar a la socialdemocracia por los crímenes estalinistas y maoístas? ¿Podría defenderse una afinidad entre Kim il Sung y Olof Palme porque ambos militaron en partidos que se definían de izquierdas? ¿Alguien aceptaría que se condenara a las fuerzas conservadoras por los episodios fascistas del periodo de entreguerras? ¿Hay causa para establecer una conexión entre Adolf Hitler y Winston Churchill?

Todas estas preguntas retóricas parecen bastante absurdas. En casi toda ideología, como en casi toda religión, pueden advertirse manifestaciones muy distintas, algunas basadas en la intransigencia y la eliminación del disidente, otras cívicas, tolerantes e incluso emancipatorias. Lo mismo sucede, me parece, con el nacionalismo, que puede encarnarse por igual en una figura asesina como Slobodan Milosevic y en otra civilizada como Alex Salmond.

Hay versiones moderadas del nacionalismo que son claramente compatibles con un orden liberal y democrático. Una mirada desprejuiciada puede descubrir incluso que la gestión pública de las fuerzas nacionalistas ha cosechado algunos éxitos dignos de atención en España. En un artículo publicado en infoLibre hace cosa de un año, llamé la atención sobre el éxito de las políticas industriales y de empleo en el País Vasco, que han conseguido una tasa de paro sensiblemente menor que la del resto de España, una menor dualidad en el mercado laboral y una mayor inversión tecnológica. Creo que estos logros no se han reconocido suficientemente (y no se han sacado las lecciones pertinentes) por culpa de los prejuicios políticos hacia el nacionalismo.

En una línea parecida, me gustaría destacar en esta ocasión el éxito indudable del modelo universitario catalán. Desde hace algunos años, los ranking muestran que las universidades catalanes se sitúan en las primeras posiciones, con la Pompeu Fabra en cabeza (por ejemplo, aquí). Este logro no se debe a la riqueza de Cataluña. De hecho, en PIB per capita Cataluña figura como la cuarta región más rica, por detrás de Madrid, País Vasco y Navarra (aquí).

Claramente, Cataluña ha apostado por su sistema de educación superior. En 2001 el Gobierno catalán creó un sistema muy eficaz de atracción de talento (programa ICREA) que ha permitido una internacionalización de las plantillas de profesorado; asimismo, se fundó una agencia de evaluación (la Agència per a la Qualitat del Sistema Unversitari de Catalunya) más exigente, profesional y rigurosa que la española ANECA; y la Generalitat decidió aumentar el gasto en universidades, priorizando una Universidad de referencia como la Pompeu Fabra.

En la Comunidad de Madrid, con los sucesivos gobiernos del Partido Popular, la cosa ha sido muy distinta. En lugar de imitar un modelo exitoso como el ICREA, se optó por financiar un experimento costosísimo, la red de Institutos IMDEA (Instituto Madrileño de Estudios Avanzados), al margen de la red de Universidades públicas, sin apenas, por tanto, repercusión positiva sobre el sistema universitario; se creó asimismo una nueva Universidad como la Rey Juan Carlos, que era innecesaria y que ha producido unos resultados mediocres; y se renunció a priorizar una Universidad de referencia en Madrid, perdiendo la oportunidad de poner a la Universidad Carlos III (la que, en el ejercicio de su autonomía, más se acerca a los estándares internacionales) a la misma altura que la Pompeu Fabra de Barcelona.

La comparación entre la Pompeu Fabra y la Carlos III es reveladora. La primera tiene 12.000 estudiantes y casi 1.000 profesores, con un presupuesto en el curso 2014/15 de 118 millones de euros. La segunda cuenta con prácticamente el doble de estudiantes, unos 20.000, casi 2.000 profesores y un presupuesto de 153 millones de euros. Esto significa que el gasto por estudiante en la Pompeu Fabra es de 9.900 euros, frente a 7.700 en el caso de la Carlos III.

¿Por qué no nos hacemos todos vascos?

Por supuesto, hay más diferencias. En Cataluña, un académico de prestigio internacional, Andreu Mas-Colell, dio un impulso decisivo al sistema universitario: Mas-Colell fue Consejero de Universidades entre 2000 y 2003, tuvo un papel destacado en la consolidación de la Pompeu Fabra y fue el creador de otro éxito muy notable, la Barcelona Graduate School of Economics; en Madrid, lo más parecido que podríamos encontrar a una figura como la de Mas-Colell sería la de un escritor como Jon Juaristi, consejero de universidades en el gobierno de Esperana Aguirre. Se trata justamente de uno de esos intelectuales obsesionados con el nacionalismo. Para no ser cruel, evitaré una comparación detallada de los méritos académicos y perfil internacional de los dos profesores.

Nuestros orgullosos “liberales” madrileños no han sido capaces de generar un sistema adecuado de incentivos para que las Universidades mejoren, prefiriendo optar por el “café para todos” entre las cinco universidades públicas de la región; no han invertido lo suficiente; el gasto público se ha asignado según criterios muy cuestionables; y, sobre todo, no han tenido una visión de futuro. En cambio, los nacionalistas catalanes, a los que desde Madrid se les supone una mentalidad premoderna, cateta y localista, han conseguido crear un sistema universitario más eficiente, mejor dotado y más abierto hacia el exterior, capaz de medirse con los mejores centros académicos de Europa.

La próxima vez que nuestros “antinacionalistas” oficiales vuelvan a escribir sus artículos sosteniendo que la vida cultural e intelectual en Cataluña es cada vez más pobre y provinciana, recuerden los logros de la política universitaria catalana y piensen en lo que han hecho nuestras autoridades de la “derecha liberal” en la Comunidad de Madrid.

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