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Qué ven mis ojos

No mires las líneas rojas, mira a qué lado de ellas está quien las ha pintado

“Quién sabe dónde puede uno ir a parar cuando su ejemplo a seguir se equivoca de camino”.

La diferencia entre gran parte de nuestros políticos y Groucho Marx es que ellos también tienen unos principios y si no nos gustan tienen otros, pero lo que no tienen ni de lejos es gracia, entre otras cosas porque sus cambios de rumbo suelen ir a dar a un abismo y los que caemos por él somos nosotros: ellos siempre huyen, a veces por una puerta giratoria y a veces sobre un puente de plata. Desde que se decretó la muerte de las ideologías, ocultarse detrás de una bandera o de unas siglas es más sencillo, basta con meter la primera en una lavadora con algo naranja, para que destiña un poco, y con alterar el orden de las segundas para convertir, por ejemplo, al PSOE en la pose, tal y como hacen algunos de los más populares barones socialistas a la hora de prohibirle terminantemente a su secretario general que sea de izquierdas, pero sin que se les note mucho. Qué poco se merecen a su militancia.

El 'tacticismo' es la mezcla de la táctica y el cinismo

Digan lo que digan los que no quieren que se oiga a los demás, esta época sin Gobierno nos está sentando de maravilla, no enturbia nuestra democracia sino que resulta muy clarificadora, porque ha servido para que a más de uno se le caiga el antifaz en medio del baile y a otros al cambiar de camisa se les haya visto lo que tenían debajo. Albert Rivera, sin ir más lejos, ha demostrado que tiene mil líneas rojas pero no tiene límites. Es cierto que siempre ha defendido una ideología pendular, que vaya de un lado al otro y regrese al punto medio, a la zona templada, la de los equidistantes, los que prefieren lavarse las manos a meterlas en el fuego. Pero eso no significa que en ocasiones no haya ido demasiado lejos, la última al alardear por tierra, mar y aire de que iba a pedirle al rey que convenza a Pedro Sánchez para que permita llevarse el gato al agua al PP, algo que implica saltarse la Constitución como quien brinca por encima de un charco, porque la monarquía debe ser imparcial, aunque lo mismo él lo confunde con ser de centro. Su trabajo en la sombra no tendrá recompensa: Roma no paga traidores, pero Génova tampoco, y hace muy bien. Los suyos, los que creyeron en él, deben de estar volviéndose locos al observar cómo se cambia de calle en mitad de la carrera. Es lo malo de la gente que piensa que todos los caminos son el bueno si acaban en un coche con chófer.

El PP, por su parte, se presenta a la partida como los buenos tahúres, con un as en cada manga. Qué se puede esperar de una legislatura que empieza con la elección bajo mano de una presidenta del Congreso, hecha de votos inconfesables, que vienen de los mismos a quienes hasta diez minutos antes acusaban de querer romper España y a los que trataba de echar a la policía encima el innombrable ministro del Interior. No hace falta ser muy listo para comprender que lo que ocultan esos avales es lo que se ha pedido a cambio de ellos. En 1993, el PSOE pudo quedarse en La Moncloa porque Felipe González le pagó su apoyo al entonces muy honorable Jordi Pujol con la cesión del 15% del IRPF y la promesa de un cambio en la financiación autonómica. En 1996, el PP de Aznar, que también había ganado por la mínima, dobló la apuesta y ofreció a Convergència i Unió el 30% del mismo impuesto, aparte del control local del Inem, la gestión de los Puertos, el pase a la reserva de los gobernadores civiles y la supresión del servicio militar obligatorio. Al PNV, le cedió la recaudación en su territorio de las tasas sobre el alcohol, el tabaco y la gasolina. Hoy no sabemos qué habrá sido lo que les han prometido, pero sí que lo negarán. ¿A quién vamos a creer, a ellos o a nuestros propios ojos?, como diría otra vez el maestro Groucho Marx.

Seguro que nada de esto es inútil, al contrario, es un detergente que se llevará parte de la suciedad en la que vivimos. Y seguro que de entrada ha servido para hacernos desconfiar a partir de ahora de los pintores de líneas rojas, que ha quedado demostrado que para lo único que sirven es para que el que las pone se las salte, y casi siempre hacia atrás. Llegará la investidura, el partido más votado seguirá siendo el que más solo está y quién sabe si en ese momento habrá quien recuerde que hay algo hacia el otro lado y se disipe ese humo que parece haber anestesiado a miles de personas que han aceptado que después de unas elecciones sólo tiene derecho a mandar el que ha sacado más votos. Puro teatro, pero no creo que les salga la jugada, porque en la calle Ferraz saben que si en esta obra el jefe de Ciudadanos hace de Salomé y Rajoy de Herodías, a Pedro Sánchez sólo le quedaría el papel de Juan Bautista y la cabeza que iban a servir en bandeja sería la suya. ¿Y saben quien me parece a mí que son los malos de esta historia? Los apuntadores. Ahí lo dejo.

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