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Aquella mujer de Maryland

Hace algo menos de ocho años un abogado negro del Partido Demócrata norteamericano, senador por Illinois, ganaba las elecciones presidenciales.

Yo cubrí aquello para la cadena de radio pública en la que trabajaba entonces y tuve oportunidad de vivir y contar desde allí la victoria de Barack H. Obama. Uno de los testimonios que más me conmovió, porque recogía una impresión muy extendida entre gran parte de la población, fue el de un guarda negro del Lincoln Memorial, en Washington: “Es uno de los nuestros, entiende los problemas de la gente, y no nos va a decepcionar”. Lo decía sonriendo, convencido de que la historia daba de verdad un quiebro a su favor. Una ciudadana blanca del Estado de Maryland, vecino de Washington DC, me confesaba que “ahora ya no nos dará vergüenza ser americanos” –veníamos de la época Bush y unas cuantas guerras orientales-, y añadía algo que estos días he recordado unas cuantas veces: “Ganó la nominación a una mujer, y me gustaría pensar que tras él, será ella quien gobierne este país”.

No han cambiado grandes cosas en la política estadounidense, ni han salido adelante algunas reformas que siguen siendo necesarias, como la sanitaria; hay incluso quien considera decepcionante el mandato de ocho años de aquel hombre que “entiende los problemas de la gente” y finalmente (“yes, we can”) no pudo o no supo llegar hasta donde dijo que podría. Sin embargo, creo que visto con cierta perspectiva habrá que poner en su haber su apuesta por el estímulo de la economía mientras en Europa siguen con el mantra de la austeridad, o su decidida política contra el cambio climático y hasta en política exterior el final de la actitud de “policía del mundo” que llevaba décadas desplegándose desde Washington. De hecho, esto último ha sido muy bien aprovechado por el republicano Donald Trump, con la inestimable colaboración del desarrollo de ese nuevo terrorismo suicida y devastador que conocemos como yihadismo.

No sé si aquella mujer habrá recuperado de verdad su orgullo de ser americana, pero hoy debe sentirse muy satisfecha porque, como deseaba, la derrotada entonces por Obama puede ser la próxima presidenta de los Estados Unidos. La primera mujer. Como Obama fue el primer negro.

Hay una gran parte de la población estadounidense que contempla esa sucesión como algo cercano a la malignidad infernal. Eso de que un negro primero y una mujer después ocupen la Casa Blanca, es poco menos que el equivalente político al 666 demoníaco. Y muchos de ellos van a votar a Trump, ese “ignorante, peligroso y miserable payaso a tiempo parcial y sociópata a tiempo completo”, como le llama Michael Moore en un inquietante artículo publicado esta semana que comienza diciendo: “Ya os lo advertí el pasado verano cuando dije que Donald Trump sería el candidato republicano a la Presidencia, y ahora traigo unas noticias aún peores y más deprimentes: Trump va a ganar las elecciones en noviembre”.

El texto de Moore subraya entre otras razones el hecho de que Hillary sea parte del sistema, de esa casta conocida –mucho cine habla de ello- como “los políticos de Washington”.

Hay mucho votante o simpatizante de Sanders –el candidato derrotado por Clinton– que, como Moore, piensa que la ex primera dama no va a conseguir los apoyos suficientes para derrotar a Trump.

Sin embargo, podría equivocarse como él mismo confiesa que desearía hacer. No seré yo quien le discuta sus argumentos a un norteamericano lúcido y muy conocedor del alma de su país. Pero el recuerdo de aquella mujer de Maryland que dejó en el aire la posibilidad de que la Historia transitara por donde lo está haciendo, me lleva a pensar que pese a todos los condicionantes negativos, pese a las reticencias de no pocos votantes de izquierda allí, por encima de las dudas o las desconfianzas, hay muchas mujeres y muchos hombres que son conscientes de tener en sus manos la posibilidad de que una mujer gobierne en Estados Unidos, ocupe uno de los lugares de poder más relevantes del mundo. Ya ha habido otras, pero casi siempre conservadoras –y estoy pensando, por ejemplo en Margaret Thatcher–. Ser mujer no es garantía de mejor gobierno, desde luego, pero su condición, contando además con que Clinton proviene de un partido que sin ser de izquierdas representa la mayor idea de progreso posible en un país como Estados Unidos, sí puede introducir sensibilidades diferentes que contribuyan a modificar la situación de la mujer en su país y en el resto del mundo. Me resulta difícil creer que una mujer ocupando esa posición de poder gobierne exactamente igual que lo haría un hombre, sin tener en su horizonte lo mucho que queda por transitar hacia la igualdad no sólo en su país, no sólo en Occidente, sino en todo el resto del mundo. No puede, no debe ser lo mismo.

Aquella mujer de Maryland puede sentirse frustrada con Obama, pero probablemente dé una oportunidad a Hillary para convertirse en la primer Señora Presidenta de los Estados Unidos. Ojalá. Volvamos a creer que es posible cambiar las cosas. Y de paso conjurar la llegada al poder de un sujeto enloquecidodo, manipulador y racista como ese Donald Trump que, ciertamente, puede ganar las elecciones en noviembre.

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