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Cobarde con causa

O limpiadas o ensuciadas

Juan Herrera

Confirmando todos los pronósticos: el barón Pierre de Coubertin fue un varón. Bien es cierto que no fue un varón cualquiera. Coubertin, nacido en París un 1 de enero de 1863, en vez de dedicarse a la crianza del ganso para la producción de foie, como otros barones, el 26 de octubre de 1894 decidió poner en pie la utopía de los Juegos Olímpicos.

Esa idea maravillosa solo tenía un problema. Mientras los atletas de todas las razas y de todos los países corrían pacíficamente los 400, los 1.500 o los 5.000 metros, alguien tenía que correr con los gastos y “correr con los gastos” no es, ni ha sido nunca, una especialidad olímpica.

Esta cruel paradoja está, probablemente, en el origen de muchos de los males del actual Movimiento Olímpico. Es humano pensar que “si correr con los gastos” no te va a hacer ganar medallas, ni permitirte subir al pódium a llorar con el himno, tal vez te dé derecho a obtener determinados beneficios económicos, políticos, publicitarios, etcétera.

Es por tanto pensable y verosímil que entre los angelicales organizadores olímpicos exista “hipotéticamente” una “exigua minoría” que,  al amparo del “espíritu olímpico”, trate de fortalecer muscularmente su cartera.

La historia parece confirmarlo. Desde los intentos de manipulación racista de las Olimpiadas de Berlín por parte de Hitler y sus machucambos, a la utilización planificada de métodos hormonales por parte de la Alemania Oriental, en tiempos de la Guerra Fría, las Olimpiadas han estado y están bajo sospecha ética. Más recientemente, Ben Johnson, antes de Bolt, el ser humano más rápido y compacto del planeta, tuvo que soportar diez años de insultos universales por ser el “único tramposo del orbe”. Así fue designado por la propaganda y el márketing norteamericano.

Finalmente, el exdirector de control antidopaje del Comité Olímpico Estadounidense (USOC), Wade Exum, dejó claro que Johnson no era el único tramposo. Carl Lewis, El hijo del viento, su archienemigo que tanto lo humilló con sus declaraciones, también lo era.

Un grillo llamado 'Puigdemón'

Exum puso en manos de la prensa norteamericana documentos que revelaban positivos de Carl Lewis y de otro centenar de deportistas estadounidenses, los cuales se archivaron sin castigo para los implicados entre los años 1988 y 2000. Morris Chrobotek, abogado de Johnson, declaró que "todos los implicados en la ocultación del supuesto positivo de Lewis deberían ser procesados porque se trata, a su juicio, de un caso flagrante de corrupción".

Todas las potencias económicas mundiales han utilizado y utilizan los juegos para su beneficio político. Las Olimpiadas se han convertido en una feria y los recientes casos de doping gubernamental de los atletas rusos son solo otro ejemplo. Aquí no se libra ni el barón de Coubertin. Basta señalar que la mítica frase de “lo importante no es ganar, lo importante es participar”, atribuida como un mantra beatífico al propio Coubertin, es en realidad de Ethelbert Talbot, arzobispo de Pensilvania en 1908, (nada que ver, por tanto, con el Talbot del mítico Talbot Samba).

Coubertin, pedagogo enamorado del deporte, buscó con sus utópicas Olimpiadas una herramienta destinada a la salud y el hermanamiento universal: sin distinción de raza, religión, ni ideología. Pero cometió un error de partida, probablemente inevitable: situar a las naciones, las banderas y los himnos por encima de los atletas. La Revolución francesa, pieza fundacional del mundo moderno, se basó en tres principios: libertad, igualdad y fraternidad. Ha habido revoluciones basadas en la libertad (liberalismo) y en la igualdad (comunismo). Falta pues la tercera y tal vez la más importante: la Revolución de la fraternidad. La Revolución que anhelaba Coubertin, sigue pendiente.

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