Qué ven mis ojos

Que los otros se paren no te vuelve más rápido pero te hace ganar

“Nunca pongas la mano en el fuego por un vendedor de humo”.

Su técnica consiste en que el bosque no deje ver los árboles y su discurso en convencernos de que nos inventamos lo que nos pasa: es mentira, a ustedes no les han bajado los sueldos, nadie los desahucia y nadie limita sus derechos; como su propio nombre indica, los ERE que se han multiplicado hasta el infinito con nuestra reforma laboral no destruyen los empleos, sólo los organizan; los contratos que hacen nuestras empresas son casi siempre fijos; en nuestros hospitales no hay listas de espera; la desigualdad no ha crecido; apostamos por la enseñanza pública y aquí no hay emigrantes.

Su plan es no tener ninguno y que eso nos haga pensar que con él y los suyos al mando todo es posible. Su disculpa para justificar el modo en que el partido que dirige nos roba y vacía una a una nuestras huchas y cajas fuertes es que sus delitos no son los de una banda organizada, sino los de un grupo de tiradores solitarios, y en repetir todas las veces que haga falta que el mensajero siempre es el culpable, de forma que recibir sobres de dinero negro, por poner un ejemplo entre muchos posibles, no sea culpa de quienes los aceptan sino exclusivamente del que los reparte. No es un cirujano, es la enfermedad, y por eso no busca vacunas contra la corrupción, sino anestesias. En su restaurante sólo se sirven ruedas de molino. Su retórica es profundamente antidemocrática, se fundamenta en mantener contra viento y marea, truene o llueva, que en España los únicos votos que importan son los que se le dan a él y por lo tanto cualquier alianza entre otras formaciones que le pueda sacar de La Moncloa es casi un golpe de Estado. Como consecuencia, su único mensaje a la población es una advertencia: si no nos sientan en los escaños azules, los rajamos; si les dan a otros el timón, hundimos el barco.

Y ése es, a grandes rasgos, el hombre que al parecer debe volver a ser de forma obligatoria presidente de nuestro país, según algunos porque en cualquier otro caso sería peor el remedio que la enfermedad, como si ésa no fuera una de las frases más estúpidas que se han inventado. A partir de esa idea, quienes la defienden tratan de convertir las medicinas en veneno, las soluciones en amenazas y la posibilidad de hacer real el cambio que pidieron mayoritariamente los ciudadanos en las urnas, en un peligro. Lo que se hace aquí y allá con Podemos, sus escaños y sus seguidores, es de juzgado de guardia: a estos, ni agua, hay que recluirlos en un gueto, hacer como si fuesen invisibles, ponerlos a los pies de los caballos, deslegitimar sus argumentos, pintarles una cruz en la puerta, compararlos con terroristas, decir que son sicarios de las peores dictaduras, que ocultan un cuchillo en la manga, que pretenden implantar un régimen totalitario, que son unos comunistas de KGB y archipiélago Gulag. No hay nada como ponerse a aullar para hacernos creer que viene el lobo.

La esquina más sombría de todo eso no está en Génova, sino en Ferraz, en esa parte del PSOE que insiste en que cualquier desgracia sería un mal menor al lado de la que supondría compartir el poder con Podemos, aunque se trate a todas luces de una formación mucho más cercana a su ideología y la de sus militantes de lo que puedan serlo Ciudadanos o el PP. Nadie les discute que es legítimo que tengan precauciones, que defiendan su posición como fuerza hegemónica de los progresistas e incluso que en algún caso se muevan estratégicamente hacia el centro para impedir ser adelantados por la izquierda. Pero aquí no estamos hablando de eso, sino de permitir que continúe en el gobierno no la derecha, sino este Partido Popular en concreto, una formación que va camino del banquillo, que ha protagonizado escándalos monumentales en estos cuatro años de legislatura y que adoptó en ese tiempo medidas que aparte de empeorar la vida de millones de personas, de engañarnos y de minar la clase media, han abierto un enorme precipicio entre unos pocos y casi todos y a continuación han volado los puentes, porque parece muy claro que sus leyes no persiguen otro fin que exprimir a los pobres y favorecer a los ricos, que se llevan las ganancias y le hacen pagar los errores a sus víctimas, que es justo lo que ha ocurrido con los rescates bancarios que algunos vendedores de humo, por añadidura, tienen la desfachatez de negar que se hayan producido.

Es de suponer que Pedro Sánchez y los suyos, si es que lo son, habrán tomado nota de la ductilidad, por darle el nombre más amable de todos los posibles, de Rivera, que parece no ver el día en que el mismo PP del que antes renegaba forme un nuevo Gobierno con el que pueda volver a las andadas. Si lo han hecho, los socialistas aún tienen la posibilidad de hacer aquello a lo que habían venido, que no era otra cosa que a desalojar al PP de la Gürtel, la Púnica, Bárcenas y demás. Sin embargo, los días pasan y casi nada se mueve. Y el presidente en funciones sabe que en su caso no hay nada que le lleve más lejos que la inmovilidad. Hay dos formas de llegar primero a la meta: ser el más rápido y que los otros se paren. Me temo que eso último es lo que está pasando aquí.

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