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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Nacido en los 50

Cuando el partido es una SL

El Gran Wyoming

Dentro de la asunción de la realidad como un mal inevitable hay que dejar algo de margen a la intransigencia porque los demás la practican todo el tiempo.

Una nefasta pedagogía se ha instalado en el espacio de la politología que, según relatan en las tertulias radiofónicas los especialistas, entiende la acción de los partidos políticos como un diseño de estrategia de cara a obtener la victoria, como si se tratara de un juego de mesa, quedando fuera del esquema la razón primordial por la que existen esos partidos, que no es otra que administrar la voluntad popular expresada en las urnas a través del voto que sustenta, en teoría, un programa con el que el votante se encuentra identificado. Más o menos, claro. De todos es sabido que casi nadie se lee los programas y que estos no pueden estar en consonancia al cien por cien con los deseos de todos y cada uno de los votantes.

Obviedades aparte, pero que es preciso recordar porque se traiciona esa esencia constantemente, los partidos políticos son los únicos “legítimos” representantes del “pueblo soberano” en esta democracia en la que vivimos, en la que las iniciativas legislativas populares, movimientos vecinales, manifestaciones masivas, mareas, huelgas, etcétera, han quedado como mero instrumento ornamental que avala la afirmación de que vivimos en un sistema que respeta la libertad y la pluralidad, aunque en contradicción con esa libertad de la que tanto alardean nuestros mandatarios, se da la espalda a esos movimientos, se les ignora con desprecio y los ciudadanos, con excesiva frecuencia, son reprimidos con saña por parte de una policía que debería defenderles, apaleándoles y multándoles de forma indiscriminada y aleatoria. Aunque, curiosamente, nunca ha habido excesos policiales en las manifestaciones contra el aborto o en los desfiles y aniversarios de nostálgicos de El Régimen donde se vierten consignas antisistema. ¿Sabrá la solución a este enigma Fernández Díaz?

Los partidos, decía, se han quedado solos en la materialización de los deseos de ese pueblo soberano. Una vez que se produce tal exclusividad, el pueblo pasa a ser rehén de la voluntad de estos partidos que legislarán según su saber y buen entender o a capricho de su real voluntad. Según les dé. O como hemos visto en la última legislatura del PP en contra de su propio programa y traspasando las líneas rojas que ellos mismos se habían marcado prometiendo no violar bajo ningún concepto, alegando que una crisis les había sorprendido cuando fue la promesa de solución a esa crisis lo que les dio la mayoría absoluta, y en cuyas consecuencias apocalípticas basaron su campaña.

De esa exclusividad, de esa labor legislativa presuntamente dictada por el pueblo soberano que, como decía, a veces ruge en contra de las normas que le dictan, han hecho un oficio, una profesión. Es difícil encontrar un trabajo más rentable que el que proporciona la cúpula de la administración de lo público a la que se llega no sólo a través de oposiciones y concursos, sino también de trienios acumulados de fidelidad al líder del partido y docilidad en el cumplimiento de las consignas. Se llaman cargos de confianza. El proceso selectivo previo para las bases consiste en la asunción del discurso ajeno, la fe en el Secretario General, la proclamación de una consigna un día y su contraria el otro. Es el mecanismo de doma de la militancia que, como en el ejército, deberá transmitir las estrategias del partido sin tener en cuenta lo que piensa, o si se traiciona el ideal que en su día lleva a firmar el ingreso en esa formación. Es cierto que uno puede ser disidente, pero entonces le colocan la etiqueta de alternativo y pasa a formar parte del grupo de contestación, que será escuchado con respeto y paciencia dentro de los órganos correspondientes sin que llegue a tener jamás la menor posibilidad de influir en las decisiones, convirtiéndose en parte de un órgano testimonial. Se queda fuera de juego.

Una vez que uno acepta estas condiciones, “porque siempre ha sido así”, se establece una jerarquía que viene dada por esos trienios de fidelidad que permiten, si uno está bien relacionado, ir ascendiendo hacia la cúpula, que es donde se reciben y deciden esos cargos que llamamos de confianza, denominación muy acertada.

Decimos que es un buen oficio, no tanto por los dividendos que reporta, que tampoco están mal, sino por las múltiples prebendas que, como vemos a diario, generan un estado de bienestar mejor que el que proponen desde sus cargos para los demás, para el pueblo administrado, prebendas que sería cansino, por lo extenso, enumerar.

Decía que los dividendos contantes y sonantes no representan cifras impresionantes en relación con los que perciben los mandatarios de las grandes empresas privadas, pero es que eso también llega si uno, en la acción de lo público, se ha comportado de manera eficiente con las necesidades y dicterios de esas empresas, que dejan la puerta abierta para un retiro honroso a sus señorías. Me recuerda a lo que hacíamos de niños cuando, a la salida del cole, pasábamos por la puerta de puticlubs o barras americanas. Echábamos a correr cuando se abría la puerta, salía o entraba algún cliente, para mirar a través de la rendija de la cortina que ocultaba siempre el interior, por si teníamos la suerte de ver a una de esas señoritas que siempre andaban por el local con minifaldas espectaculares o en ropa interior con ligueros. Esa visión nos pegaba un latigazo en la médula espinal, del mismo modo que la llamada “puerta giratoria” se convierte en una montaña rusa apasionante y, si no se remedia, en un derecho incuestionable de los que nos legislan. “Si no dejamos libre acceso al reciclaje en lo privado, ¿quién se va a dedicar a la política?”, afirman. Ellos lo tienen claro: si no te puedes forrar, ¿para qué dedicarse a esto?

Tienen su lógica. Es difícil administrar presupuestos de millones de euros para los demás y tener que conformarse con lo contenido en el sobre de la nómina, pero esto no debería ser puesto sobre la mesa como parte de un argumentario que convierta dicha dificultad en insalvable para justificar sobresueldos, sino como una condición innegociable con la que hay que convivir para ejercer cargos de responsabilidad en la administración pública. Sería tanto como justificar la poligamia en un ginecólogo.

Sin quitar méritos a los que dedican su vida al servicio de los ciudadanos, nadie niega el derecho a recolocarse en la sociedad una vez dejada la actividad política, pero aquí me estoy refiriendo, exclusivamente, a los que pasan a los sillones de la administración de grandes empresas que nada tienen que ver con lo suyo y que, como demuestran cada vez que se meten en un lío, cuando les toca declarar delante del juez, como hemos visto recientemente en el ex presidente de la Caja de Castilla La Mancha, afirman que no sabían lo que pasaba alrededor suyo porque no están cualificados para ello, y que firman lo que les ponen delante sin entender el contenido de lo ratificado, pero sin explicar por qué reciben, entonces, tan elevados emolumentos. ¿Será para influir en las decisiones de sus compañeros cuando tienen que legislar sobre cuestiones relacionadas con las empresas en cuyos Consejos de Administración colocan sus posaderas? ¿Tendrán que ver esos sueldos con su salida en tromba para decirle al que, supuestamente, es su Secretario General, con quién tiene que pactar y con quién no? ¿Por qué cobran como consejeros cuando afirman no serlo?

Puede ser. Del mismo modo que han descubierto otra fuente de ingresos que en EEUU ya es norma, eso que llaman "lobismo", fenómeno por el cual las empresas pueden pagar a diputados que pasan a formar parte de su cuadra, como los caballos del hipódromo, con la diferencia de que los caballos corren para el dueño y los diputados, dicen, mantienen su independencia a pesar de cobrar, en algunos casos, cientos de miles de euros. De nuevo surge el misterio, ¿en base a qué cobran estos diputados? ¿Acaso se han vuelto locos los empresarios que están dispuestos a condenar con salarios de hambre a sus empleados mientras dilapidan los euros con los diputados a cambio de nada? Si esas cantidades no les influyen a la hora de tomar decisiones, ¿tendrán que hacer los diputados a los empresarios lo que antes les hacían la vedettes de los cabarets para ganarse esos dinerillos? O lo más probable: ¿nos toman por gilipollas?

Es una cuestión semántica; si lo llamas “soborno”, suena mal. Si lo llamas "lobismo" es asumible, como nos contó el ex presidente del Congreso Jesús Posadas en referencia al tema. Él preferiría que "el diputado se dedicara a su labor", pero añadió que, tras los recortes en los sueldos públicos de los últimos años, puede entender que algunos diputados "complementen" sus ingresos cobrando del sector privado. Así de sencillo.

Viene todo esto a colación de la dificultad en los pactos. Los partidos políticos tradicionales, con solera, se han convertido con todas estas cosillas en agencias de colocación y negociación de intereses ajenos al bien común, y su primer compromiso ya no es con los ciudadanos sino con los suyos, a los que debe y a los que se debe. Así, antes de pensar un pacto, se piensa en salvar la formación y lo que a ella convenga, quedando los ciudadanos en un segundo plano en la escala de intereses de aquellos que los representan cuya prioridad, como decimos, son ellos mismos y los suyos. Los suyos ya no son los votantes sino los miembros del partido.

Así se entienden las innumerables pegas, chorradas, excusas, coartadas e incompatibilidades que exime quien tiene ahora la pelota en su tejado con tal de no coger al toro por los cuernos y hacer lo que debe: The right thing. ¿Que qué es eso de the right thing? Si no lo sabe a estas alturas es que no está cualificado para manejar este cotarro y, desde luego, no voy a ser yo quien se lo explique. No hay más tonto que el que no quiere entender, aunque es peor el que se cree listo, tanto como para engañar o marear a todos todo el tiempo.

Como le dijo Einstein respondiendo a una pregunta de una señora en una cena benéfica: “La eternidad es el tiempo que yo necesitaría para que usted me entendiera”.

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