Caníbales

Otro otoño triste

La luz es rosa, naranja y otra vez rosa. Todo el mundo corre, unos porque llegan tarde a yoga, otros porque no saben andar. Lo veo desde dentro hasta que en la mesa de de al lado se sienta una pareja de esa edad tan larga y tan complicada, entre los treinta y los sesenta, la edad de haberse hecho, la edad de ser. Piden. Café y un sándwich para él, agua para ella.

- Pero dime cómo es, que no lo entiendo. ¿Qué significa tener depresión? ¿Qué sientes? ¿No se te pasa a ratos…?

Miro fijamente mi pantalla e intuyo que ella hace una pausa, consciente de que, en otro momento, con su antigua fuerza, su antiguo yo, se habría exasperado. Habla despacio.

- Es como llevar dentro todo el dolor del mundo. Pesa más que la vida. No puedes levantarte, no puedes comer, no puedes pensar, no puedes soñar…

Él se queda callado, un poco, no lo suficiente.

- Sigo sin entenderlo: puedes levantarte, estás aquí...

Ella me mira; lo noto y le devuelvo la mirada. “Sí, yo también estuve allí”, le contesto. Se levanta. Sale. Dejo un billete. Salgo. La alcanzo. La abrazo. La primera vez que abrazo a una desconocida. Ella llora. Me acaricia la mejilla. Vocaliza “Gra-cias”. Se va.

***

Habíamos quedado esa misma tarde: la primera sesión posible de Un monstruo viene a verme. R. y yo estamos hipnotizados por la perfección y el detallismo de Bayona mientras S. se retuerce para que no se le salgan las lágrimas.

- ¿Sabes lo que me gusta? Que por fin se reconozca que ver morir a alguien a quien quieres da rabia y no sólo pena, y que hay alivio en la muerte.

Durante los títulos de crédito, tan largos, tan minuciosos, recuerdo la lucidez de Bayona en su discurso al recoger el premio nacional de cinematografía y en un artículo de opinión en El País hace más de dos años por el que alguno debería haber dimitido…

Estoy a punto de decir algo, pero la política y la emoción no se llevan bien últimamente y mis amigos tienen prisa.

***

Ya están en el párking, listos para recoger niños. Yo recojo también a la cachorrita y la llevo a casa de mi padre, que la cura y le limpia las heridas con una delicadeza y un rigor que es un regalo. Mi madre también regala: un libro, Botas de lluvia suecas, el último que escribió Henning Mankell, “para el fin de semana de cuidados veterinarios”.

Escrito “en el otoño de la vida”, dice la faja de la editorial. Otra vez los eufemismos tóxicos: no, escrito cuando sabía que tenía un cáncer incurable, escrito entre el miedo y el dolor, escrito desde el talento y la nostalgia.

***

“La muerte es una anarquista incurable”, dice el protagonista, pero yo subrayo otro párrafo:

Detestaba la compasión, en particular si es en la que su necedad ofrecen personas como Jansson. Sentir pena de mí mismo es algo a lo que solo yo tengo derecho.Sentir pena de mí mismo es algo a lo que solo yo tengo derecho

***

Pienso en la mujer a la que abracé. Quiero encontrarla y decirle que tiene derecho a sufrir, que nadie puede juzgarla. Quiero decirle, también, que tiene derecho a curarse, a romper ese silencio absoluto y negro desde el que observa sin poder tocarlo el mundo de los demás: el egoísmo, el dolor, la charlatanería, la felicidad, la bondad… Quiero regalarle una carcajada y decirle que no tiene por qué ser otro otoño triste.

Idiota(s)

Y entonces llueve. Estoy segura de que le gusta la lluvia.

La lluvia limpia, la lluvia cura.

P.D.: Otro otoño triste es el título de este poema de Miguel Hernández.

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