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Libertad con ira

Ha sido esta una semana de suicidas que es posible aún ignoren a estas alturas la consecuencias de su salto al vacío con la soga al cuello.

El caso del piso de Espinar ha silenciado el insólito disparo en el pie que el domingo pasado se propinó Pedro Sánchez después de su abrupta salida de la dirección socialista, pero refleja también esa sorprendente facilidad de algunos para liarse sin necesidad hasta conseguir derribarse a sí mismos, con la única ayuda de su incontinencia verbal y su escasa perspicacia.

No entraré por ya manido a estas alturas en darle subrayado a eso de la cortedad de miras que hay que tener para erigirse en azote de especuladores cuando tienes en tu haber una operación como la de Alcobendas, o la desesperación que refleja tratar de escapar del apuro engordando la bola como ha hecho el señor Espinar. Tampoco en la torpeza del señor Sánchez acusando a El País y Telefónica de conjurarse en su contra cuando intentó el favor de la empresa para acallar las críticas del periódico. Mal calculan o pocos amigos tienen para no advertir que la mentira cuando es pública tiene muy poco futuro. Y menos si trata de apaciguar los efectos de una anterior.

Lo que sobresale una vez más en esta realidad indelicada y tosca de políticos que desconocen su sitio, es el vigor intolerante de los que se erigen en exculpadores de los afectados por proximidad afectiva o ideológica, y se dedican en su nombre y el de la verdad que, naturalmente, les asiste, a ejercer de justicieros torquemadas de quienes osan difundir, airear o hasta comentar, si no es a favor de obra, las hazañas de sus héroes corifeos.

Ya cansan los exquisitos de la corrección ideológica que desprecian o insultan a los que piensan diferente y osan cuestionar sus puntos de vista. Es un clásico lo de el “ventilador” o en versión neopolítica “la máquina del fango” cuando lo que se cuenta es propio, defendido con el mismo entusiasmo con que se saluda la crítica o la revelación que afectan al adversario o, por ajustarnos más a las tendencias presentes, el enemigo político.

La clá de los pobres afectados por los terminales del gran capital que se opone con feroz determinación a las mejoras en las condiciones de vida del pueblo o, mejor, de “la gente”, se emplea con notable violencia verbal contra el enemigo en general –normalmente quien no piensa como él- y los medios de comunicación en particular. Esos medios libres y objetivos cuando destapan la mierda del otro y manipuladores y rastreros cuando hurgan en la propia. Y siempre vendidos al capital o al mejor postor, que suelen ser la misma cosa.

Que se lo digan si no a Jesús Maraña, director de este medio que usted lee, y que ha pasado de ser “uno de los nuestros” a venderse al Ibex, pecador él. Mientras, los que se supone están en ese barco del capitalismo feroz o de la derecha ideológica le siguen considerando –doy fe- un rojo peligroso.

El problema es la pérdida de la razón, de la capacidad de pensar, de la disposición a cambiar de opinión, del placer de la discusión. Eso es viejuno. Hoy prima el tuit infamante, la frase ingeniosamente tosca, el exabrupto insultante. No hay matices ni medias tintas: o eres amigo, o enemigo. Las redes sociales dan voz a los usuarios, permiten el diálogo en varias direcciones, amortiguan el poder de los medios de comunicación y abren un paisaje infinito de conocimiento; pero tienen mucha basura, demasiada agua contaminada, demasiado sectarismo escondido en el anonimato siempre cobarde.

Hay una intolerancia ambiental en la política que se dirime en las redes, que resulta escasamente alentadora si uno conserva aún la fe en el debate político creativo.

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Y lo peor es que ese torquemadismo irredento, ese afán por construir piras para el diferente, parece encontrar más acomodo en quienes van de portavoces de la verdadera voluntad popular. Son esos que mientras están en el Parlamento alientan las protestas exteriores, y justifican, cuando no apoyan, que la masa envalentonada en el grupo y el anonimato insulte o hasta golpee a esos mismos a los que acaban ellos de saludar en el hemiciclo.

El problema de la nueva política no es tanto que ande falta de ideas, como que su expresión sea intolerante y sectaria; que su capacidad de autocrítica sea inversamente proporcional a su capacidad de insultar a los demás. Que haga suyos a tipos como Espinar o Sanchez –él mismo se ha colocado ya entre estos portavoces de las clases supuestamente silenciosas– que orlen su torpeza política con el ridículo evidente de pensar que el personal es idiota y los medios estamos aborregados.

No creo ser demasiado pesimista al considerar que de aquella Libertad sin ira que no sólo cantó sino definió toda una época, hayamos pasado a algo parecido a Libertad con ira a la vista del precio que cada vez más tiene el ejercerla si es contra los detentadores de la verdad absoluta y universal.

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