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Caca de la vaca

Hay un derecho universal a la vivienda que hasta el más ignorante leguleyo entiende como respaldo a un lugar digno, a algo más que una cueva. Lo dice el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, o el artículo 47 de la Constitución Española de 1976, que además obliga a “los poderes públicos” a promover “las condiciones necesarias” y establecer “las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho”.

Papel mojado, o –más gráficamente, a la manera anglosajona– “bull shit” o “caca de la vaca”… mentira, falsedad, engaño

La muerte de la mujer de Reus por el incendio que provocó la vela con que se alumbraba es la expresión más áspera y dolorosa de la mentira en que vive una parte importante de la población del mundo que se supone protegida por declaraciones universales y otras zarandajas bienintencionadas.

Gracias a esa desgracia mucha ciudadanía ha oído hablar de la pobreza energética, que es el escudo que el lenguaje ha elaborado para librar nuestra conciencia de la realidad de más de cuatro millones de españoles que no tienen ni para calentarse en invierno. Ciudadanas y ciudadanos que se encuentran en desamparo a pesar de que las leyes universales y la Constitución Española recogen y abrigan su derecho a una vivienda digna, o sea, un lugar en el que se pueda vivir, no una nevera, ni un cuadra, ni una cueva.

No seré tan ingenuo como para pensar que los grandes enunciados de voluntarismo democrático van siempre más allá de las declaraciones de intenciones, pero tengo derecho como ciudadano a exigir que se desarrollen y se cumplan o en caso de no hacerlo paguen por ello quienes debían velar por que se aplicase.

Tampoco me considero tan imbécil como para creer que las compañías privadas –normalmente grandes empresas que obtienen millonarios beneficios– que gestionan derechos como la vivienda, la educación o la salud, por citar algunos de los reconocidos en todos los ordenamientos legales del mundo mundial, lo hacen con criterios universales de justicia o solidaridad. Claro que no: buscan el beneficio en un territorio relativamente fácil porque van a tener siempre una clientela cautiva.

Pero exijo como ciudadano que paga sus impuestos a un Estado cuyo gestión debe orientarse hacia el beneficio de todos los administrados, que ese Estado garantice de verdad los derechos fundamentales con la única herramienta con que de verdad puede hacerlo con eficacia, que son los impuestos.

Prefiero unas carreteras imperfectas a que muera gente en su casa por no tener luz o en su hospital por no tener medios.

La muerte de la mujer de Reus puede ser responsabilidad del ayuntamiento que descuidó su obligación de conocer, asistir y atender a las personas que se han ido quedando sin nada, o de la compañía eléctrica Gas Natural que cortó el suministro sin mirar a quién lo hacía ni informar previamente como establece la ley en Cataluña, o si quieren ustedes –los liberales más recalcitrantes, que alguno habrá que lea esto– puede hasta ser culpa de la propia mujer y de su familia por descuidar hasta lo inimaginable su deber de informar sobre la situación y su obligación de pagar lo que consume. Como ustedes quieran, porque culpables hay y puede haber un montón.

Pero nadie me va a sacar de la certeza de que si el Estado –España, Cataluña, Europa… el Universo que se organice como estructura para un supuesto bien común– repartiese con verdadera equidad los recursos que exige y a menudo birla a los ciudadanos, estas cosas no pasarían.

Porque si me preguntan, y me aventuro a afirmar que si lo hacen con cualquiera de nosotros, si prefiero tener autopistas, monumentos en rotondas o grandes cabalgatas navideñas, o, por el contrario, que mi dinero se destine a corregir desde el sistema los desequilibrios que él mismo propicia, opto –optaríamos– sin duda alguna por lo segundo.

¿Algo interesante?

¿Algo interesante?

Una empresa que vende electricidad o agua o salud o pienso para gallinas tiene derecho a exigir un precio por el servicio que da y a dejar de darlo cuando no reciba esa compensación. Pero un Estado verdaderamente democrático, o sea, un Estado que tenga en cuenta no sólo la opinión cada cuatro años de los ciudadanos, sino su bienestar y el cumplimiento de sus derechos, ha de orientar sus recursos y establecer sus prioridades en esa dirección. Y protegiendo especialmente la situación de quienes se saben más vulnerables.

La muerte de la mujer de Reus no es sólo un accidente lamentable producto de la crisis, sino sobre todo el reflejo de una disfuncionalidad que hemos de exigir que se corrija reorganizando las prioridades: hay que gastar el dinero en lo realmente importante y elevar las exigencias éticas a quienes hacen negocio en ámbitos de derechos universales.

Todo lo demás son zarandajas, mentiras, falsedades, caca de la vaca.

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