Plaza Pública

Calais

Guadalupe Megías

Lo llamaban “Jungla”, y sigo sin saber muy bien si en referencia a su cercanía a un bosque o como metáfora de lo que significaba vivir allí. Era un campo de refugiados informal y que fue creciendo año tras año hasta llegar a las 6.000 personas y molestar demasiado tanto a los vecinos de Calais como a la comunidad política francesa e internacional. Para sus habitantes, era la última parada antes de llegar a la tierra prometida británica. El problema es que, para muchos, el reloj de esta estación se detenía para siempre. Como las agujas de un cuco averiado, sus vidas oscilaban entre dar un paso atrás o tratar de coger impulso para dar un paso adelante. En octubre, la “Jungla” fue desmantelada definitivamente. Dos meses antes, estuve de voluntaria con la ONG Care for Calais. Esta es mi experiencia.

Todavía no éramos conscientes de dónde íbamos. Hasta el momento en que cogimos aquella curva, parecía que estábamos más de campamento que otra cosa. Yo tenía muchas ganas de ir a la “Jungla”, pero esas ganas me preocupaban también. ¿Ganas de qué?¿Tenía la actitud correcta? En el fondo, tenía miedo. Y no era miedo a quedar impresionada por lo que iba a ver allí. Miedo a no empatizar, a no dejar de ser consciente en todo momento de que yo, nosotros, estaríamos allí sólo seis días y al volver todo seguiría igual. Mucho miedo a no tener la sensibilidad suficiente. Al fin y al cabo, ya lo había visto y leído decenas de veces. ¿Realmente necesitaba pisar ese barro? No sé qué se les pasó por la cabeza a mis amigos en los diez minutos que duró el primer trayecto al campamento. Fuese lo que fuese, todos lo silenciábamos con risas. Sinceras pero extrañas. ¿La falta de dramatismo y seriedad era una señal obvia de que, en el fondo, nos daba igual? Me cuesta mucho explicar esa euforia que nos contagiábamos mutuamente, pero sí sé cuándo cambió la atmósfera y, todos a la vez,  nos callamos. Habíamos dado ese último giro antes de llegar a nuestro destino y empezamos a ver a hombres desperdigados vagando por los alrededores de la carretera. Algunos reconocían los chalecos amarillos de la organización y saludaban al coche y otros nos miraban como si fuésemos parte del paisaje, de su rutina diaria desde a saber hacía cuánto tiempo.

“¿Así es un campo de refugiados? Pues no es para tanto. Todo parece estar muy organizado”. Es lo primero que pensé, y quise desechar esa primera impresión. Tenía la sensación de que estaba siendo muy cínica. Ese miedo, otra vez, a no ser capaz de apartar por unos días la mirada de periodista, la de española. La del primer mundo. Me parecía injusto no poder ponerme al mismo nivel que ellos.

Comenzó entonces nuestra tarea: reparto de comida y artículos de higiene, y nosotros formando esa absurda cadena humana para que la fila permaneciese ordenada. Separados apenas por medio metro, nos mirábamos mutuamente. Refugiados contra voluntarios. Blancos contra el resto de razas. Miradas que se cruzaban con curiosidad por ambos lados. Observando, me di cuenta de que todos buscábamos la forma de normalizar una situación tan artificial. Algunos voluntarios echaban mano de un colegueo peligroso, porque corrían el riesgo de parecer condescendientes. La mayoría, yo incluida, optamos por el recurso de la sonrisa. Sentí que era la única forma de mostrarles mi respeto y mantener su dignidad. Nada de preguntas: de dónde eres, cuánto tiempo llevas aquí. Qué más daba. Cuando terminábamos ese primer reparto, un refugiado se acercó y me dijo que tenía una sonrisa muy bonita. El cinismo se evaporó. No estaba allí para salvarles la vida ni para conocer en profundidad sus historias. Sólo estaba para llevarme esas miradas y esas sonrisas y dejarles la mía. Ese era el momento en el que olvidábamos que ellos hacían colas de horas para recoger una sudadera en la que se podía leer I love London (el colmo de la ironía) y que yo estaba formando parte de una absurda cadena humana para que lo pudiesen tener.

No elegimos dónde nacemos, nos dijo otro refugiado. Una buena sentencia para afrontar el resto de días en el campamento.

Las lecciones también me empezaban a llegar por parte de los voluntarios ya en ese primer día. Sinceramente, esperaba jóvenes con ganas de vivir experiencias nuevas y fuertes. Algo que contar al volver a la universidad. De nuevo, mi cinismo y de nuevo, me lo tuve que tragar. Allí había de todo. Jóvenes, sí, que podían pasar meses dejando sus vidas de lado para prestárselas a la ONG, madres con sus hijas adolescentes, jubilados, gente que aprovechaba dos días libres simplemente para echar una mano. Y todos afrontaban la experiencia con una humildad admirable. Quizá porque en nuestro día a día está muy desperdigada y en aquella nave industrial, sede de la ONG, se concentraba en unos pocos metros. Y aún así, al caer la tarde, todos abandonábamos el campo y los dejábamos a su suerte. Quizá ese día tocaba intentar entrar en un camión o quizá la policía tenía en su agenda disparar gases lacrimógenos contra ellos o destruir lo poco que tenían. Mientras, nosotros cenábamos haciendo balance de la jornada en un restaurante indio de la ciudad.

El segundo día estuvimos clasificando ropa en el almacén: campo, caridad o basura. Sigo preguntándome por qué hacían esas distinciones. ¿Hacia dónde iba esa ropa que no era lo suficientemente buena para los refugiados?¿ A otra ONG que tendría que hacer una nueva criba? ¿El baremo de dignidad no debería ser el mismo para todos?

Por la tarde me enfrenté a una situación complicada para mí: dar clases de inglés. Le tocó ser mi alumno a Tito, un sudanés de 17 años. A los quince empezó la aventura de su vida. Abandonó su pueblo intentando dejar también allí la pobreza. Durante dos años, trabajó en Egipto lavando coches para conseguir el dinero que le llevase a Reino Unido, la tierra prometida por esas películas que había visto en casa de su tío el rico y que le habían permitido aprender inglés sólo con la ayuda de su oído, un diccionario y una voluntad inquebrantable y terca. ¿Qué le podía enseñar yo a este chico? Absolutamente nada. Apenas algunas reglas gramaticales que no tenía claras. Una vez más, aprendí mucho más yo de ese encuentro que él. A veces me costaba mantener una mirada tan madura y a la vez tan infantil. Pedía justicia, lloraba por su situación y también reía. El niño reclamaba su espacio. Cualquier pequeña broma era suficiente para dejarle salir y, dejando que mi niña saliese también, conectamos. Él había tenido que dejar de lado su infancia por razones obvias pero, ¿por qué lo he hecho yo? Una ternura infinita empezaba a apoderarse de mí: hacia Tito, hacia ese afgano que me dijo que me parecía a su madre y casi me hizo llorar; hacia Seb, ese voluntario que, con su trabajo, su forma de reír y su abrazo final consiguió que lanzase un profundo suspiro de paz; hacia Nacho y Moni, y también hacia mí misma. Y gracias a esa ternura conseguí reconciliarme con todo, absolutamente todo, con lo que alguna vez estuve en guerra.

Nuestra tercera jornada seguía definiéndose por una sonrisa perenne. Veinte minutos llevaba un chico en el campo y, cuando se acercó a recoger su tienda de campaña, no paraba de sonreír. Me conmovió tanto... Me imaginaba en esa situación alerta, asustada, triste...  Mil adjetivos vienen a mi cabeza, pero a ninguno le acompaña una sonrisa. Y, sin embargo, en su rostro era inmutable y todavía hoy me pregunto a qué se debía: era una manera de disimular. Para él Calais era una meta o un logro o quizá miraba hacia atrás, hacia el camino recorrido, y se sentía seguro rodeado de miles de desconocidos y una diminuta parcela de tierra embarrada donde pondría una tienda de campaña. Quién sabe lo que se le pasó por la cabeza durante esos primeros minutos en el campo y quién sabe con cuántos pensamientos que se esforzarán por borrar su sonrisa tendría que luchar durante su estancia allí.

Pasar todo un día en el almacén contando y recontando centenares de prendas de vestir provoca una sensación extraña. Por una lado, manipular ropa que fue de otros y tratar de imaginar por dónde había pasado, por qué había terminado allí y, sobre todo, cuál sería su próximo destino: ¿conseguiría cruzar el Canal de la Mancha? Por otro lado, sentía un desasosiego extraño. Estaba claro que los refugiados necesitaban ropa. Llegaban con lo puesto. Pero tenía la sensación de que darles a todos el mismo pantalón y la misma sudadera les despojaba para siempre de sus raíces. Como si hubiesen llegado a un punto de no retorno. Coger esa ropa era cruzar el umbral que les cambiaba definitivamente de estatus: “olvídate de todo lo que eras, del camino que has seguido hasta aquí con lo poco que tenías. El sacrificio que tienes que hacer para intentar tener una pizca de nuestras vidas es que te olvides de todo lo anterior, y te vamos a ayudar borrando tu memoria y uniformándote. Ponte esta sudadera y serás oficialmente un refugiado. Dejarás de ser individuo para ser cifra fuera de los límites del campo, y dentro tendrás que luchar para reinventarte con  una ropa que nada tiene que ver contigo. Coge ese chándal y empieza de cero o, peor aún, empieza en negativo”. Nosotros, mientras, seguíamos contando pantalones: treinta y seis de talla mediana....

A esas alturas ya estábamos perfectamente encajados en el engranaje de la ONG y del campamento. Entonces, empecé a pensar en la personalidad de cada uno: la mía, la de mis amigos, la de los voluntarios, la de los refugiados. Esa forma de ser que nunca tengo claro si es aprendida, aprehendida, herededa, cultural... Pero que, sin duda está ahí y acaba manifestándose para poner a cada uno en su lugar, para asignar los roles, para que esa sociedad claustrofóbica e irreal se desarrolle y siga adelante. ¿Quién manda aquí? En ninguna mirada hay respuesta. Y eso asusta. Que las normas que rigen el desarrollo del ser humano en sociedad no tengan ningún sentido asusta.

La cuestión es que solo habían pasado cinco días desde nuestra llegada y ya éramos parte de esa sociedad. Pero había pasado el tiempo suficiente para entender, mejor que nunca, la capacidad de adaptación y aceptación del ser humano. Apenas unos pocos días observando (nunca compartiendo, nunca entendiendo del todo) la miseria, lo triste que puede llegar a ser la existencia de uno. Lo único que tenemos y que pueda llegar un momento en el que no valga la pena. Sólo cinco días, repito. Y, sumergida en todo eso, esa jornada tuve que reflexionar sobre algo más: la belleza. Supongo que no me planteo muy a menudo la necesidad de su existencia. Que si nunca la has tenido cerca más o menos a diario ni siquiera te planteas la cuestión de su necesidad. Después del trabajo, una compañera y yo nos propuso ir a ver un acantilado cercano. Nunca me había sentido así ante ese vastísimo espacio abierto. Mis pulmones se llenaron ansiosos. Inconscientes, devoraban esa bocanada de aire limpio y fresco. Era una necesidad profunda, irracional. Y solo habían pasado cinco días. Disfrutaba de esa belleza, pero también sentía cómo me invadía una especie de rabia. Rabia y confusión por no saber si aquellos muchachos sentirían algo parecido si alguna vez tuviesen ocasión de observar ese horizonte. Si su vida era tan distinta que sus emociones nunca podrían ser similares a las mías, que el mundo en el que vivíamos era totalmente distinto. Y me daba cuenta sólo cinco días después de llegar a la “Jungla”.

De Calais a Aluche

Último día. No era consciente de cuánto tiempo iba a necesitar para digerir una experiencia como esa ni lo complicado que iba a resultar canalizarla de alguna manera. Pero todavía estaba allí y todavía se me tenía que encoger el corazón un poco más. Aquella última tarde de pantalones y sudaderas, cuando ya nos íbamos a ir y dar por concluido nuestro voluntariado, nos dijeron que esperáramos un poco. Alguien había donado unos plátanos y unas naranjas. ¿Cuántos? ¿Cincuenta kilos? ¿Cien? La voz se corrió en segundos y allí estábamos por última vez, organizando una cola de decenas de personas que esperaban recoger su plátano y su naranja. Porque tenían hambre, porque un plátano es un manjar, pero también porque no tenían nada más que hacer. En un suspiro, la furgoneta quedó vacía, pero la cola seguía perdiéndose a lo lejos. El chico que tenía justo delante cuando avisaron de que ya no había más se acercó y me dijo que le parecía injusto que no hubiese para todos. Yo también lo pensaba, claro, así que no supe qué decirle. Sólo le miré y no sé qué leyó en mí, porque acabó consolándome él a mí. ¡ÉL A MÍ! Me cogió las manos y me dijo que no pasaba nada, que lo entendía. Y entonces, toda la serenidad que había mantenido eso días se vino abajo. Me sentí muy angustiada y noté cómo se llenaban mis ojos de lágrimas. Pero no lloré. Cómo iba a llorar. Me parecía tan injusto.

He necesitado más de tres meses para escribir estas pocas líneas y me está costando muchísimo, porque la sensación sigue siendo la misma. Hay un poso dentro de mí de algo difícil de definir, mezcla de indignación, frustración y vergüenza. Una vergüenza muy íntima por no hacer nada más. Por haber ido, haber vuelto y no ser capaz de hacer nada más. Solo compartir las noticias que hablaban estos días del desalojo del campamento, contarle mi experiencia a todo aquel que tiene un mínimo interés por escucharla y escribir esto. Un relato más entre tantos. Sin embargo, hoy sí. Hoy estoy llorando. Las lágrimas que guardé aquel día se escurren al recordarlo y me traen, además, junto con la destrucción del campamento, el punto final que necesitaba para este relato. ____________________________

Guadaluge Megías es periodista

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