Qué ven mis ojos

Sólo te dejarán salir a flote después de haberte ahogado

“No hay ayuda más bella que la que se ofrece a alguien que no tiene salvación.”

Un banco es un atraco al revés, de dentro a fuera

El neoliberalismo consiste en que el número de la suerte de los pobres sea el cero a la izquierda, en que la gente humilde sólo pueda salir a flote después de haberse ahogado. El neoliberalismo ni es nuevo ni tiene nada que ver con la libertad, sino todo lo contrario: no es más que el nombre contemporáneo de la usura, la injusticia y la desigualdad; no es más que la etiqueta que se le pone a cada abuso cometido por las élites financieras y políticas contra los ciudadanos, ejecutado con mano de hierro y siempre en nombre de la estabilidad de un sistema que quiere hacerse pasar por democrático pero que en realidad es una mutación del totalitarismo, perteneciente a la estirpe de las dictaduras, que pueden cambiar el color de la bandera que ondee en sus torres pero no de modelo: todas consisten en que una oligarquía, despiadada por dentro e hipócrita por fuera, acumule sin límites el poder y la riqueza –suponiendo que sean dos cosas distintas– a costa de exprimir al noventa por ciento de la humanidad hasta dejarla vacía, asustada, sin margen de respuesta. La economía es un ecosistema, así que el único modo de que el jefe de una compañía eléctrica pueda ganar cuarenta y cuatro mil euros al día, tal y como sucede en España con Iberdrola, el recibo de la luz debe subir una y otra vez, hasta triplicar el que se paga en distintos países de Europa donde el sueldo mínimo es entre tres y seis veces mayor, y resulta imprescindible que algunas personas vivan a oscuras, pasen frío y dañen su salud. ¿Y quién va a meter a esta gente en la cárcel, que es donde va el resto de los ladrones, si a los que tendrían que perseguirlos les tienen sujetos con una correa y ladran si te les acercas, porque saben que si hoy son obedientes, mañana no saldrán del Congreso por la entrada principal, sino por la puerta giratoria que hay al fondo, tras la tribuna de los oradores, que es donde se queman los discursos? Si no les vemos sonreír ni frotarse las manos ante la recompensa que les espera, es sólo porque todos han aprendido a ser prudentes en un poema de Karmelo Iribarren que se publicó hace más de veinte años, que acaba de resucitar porque está incluido en la antología Pequeños incidentes, recién publicada por la editorial Visor, y que dice así: “Ándate con cuidado, / que no se entere nadie / de que lo pasas bien, / que tu vida funciona, / y eres feliz a ratos. / Hay gente que es capaz / de cualquier cosa, / cuando ve una sonrisa.” No es cierto, la verdad es que, de un tiempo a esta parte, ya no somos capaces de casi nada.

Vivimos el invierno más frío en muchos años, las temperaturas están bajo cero y los buitres no iban a desaprovechar esta ocasión de poner sus facturas al rojo vivo, así que han elevado la tarifa hasta niveles históricos, rozando los cien euros por MWh. Los vampiros de las películas cobran vida cuando se apaga la luz; los nuestros, cuando la encendemos. Y son los mismos que luego hacen declaraciones quejándose de los sueldos de los obreros y aplauden las exigencias de más ajustes que hacen sus compinches la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. A alguien honrado se le caería la cara de vergüenza, pero ellos van al revés: a ellos se les ha caído la vergüenza de la cara. Nos reíamos de aquel presidente de los empresarios que declaró que había que trabajar más y ganar menos, justo antes de ser detenido y puesto en la cárcel de la que aún no ha salido, por estafar a sus clientes y a sus empleados. Si en la Casa Blanca está Donald Trump y con los votos de más de sesenta millones de personas que son iguales que él como mínimo, es porque no podía estar nadie mejor: el mundo que han creado los neoliberales conducía a él, lo mismo que la España del pelotazo llevaba en línea recta a Jesús Gil. Pura lógica. Las reacciones ante esa catástrofe son de lo más variado: unos tratan de meter al presidente de los Estados Unidos en el mismo barco donde se supone que viajan con una bandera pirata en la mano eso que llaman populismos –una palabra, por cierto, que tal y como ellos la conciben, explica el asco infinito que le tienen a la gente normal–; otros, sencillamente, se ríen de la costalada que se ha pegado Norteamérica y son igual de felices que el protagonista de otro de los poemas de Karmelo Iribarren: “Qué rato / más agradable / he pasado esta mañana, / frente al mar / en calma, / solo, / escuchando / viejas canciones de amor / y recordando a antiguas novias / que me dejaron / por otros, / y ahora son / muy infelices.”

La impunidad es uno de los males de nuestra sociedad, probablemente porque la hemos construido sobre las bases de una Transición que fue una ley de punto final: nadie pagó ningún precio por sus canalladas, después de cometerlas durante treinta y ocho años. El Valle de los Caídos sigue en su lugar y ahora que se cumplen cuatro décadas del asesinato de los abogados laboralistas de la calle Atocha, las dos noticias que acompañaban en los medios de comunicación el recuerdo de esa fecha que se considera uno de los hitos de nuestra conquista de la libertad, eran, una: que el banco Santander había expedientado “por una falta muy grave” al secretario general de la sección sindical de CGT, “por enviar correos electrónicos a miles de empleados”, ni más ni menos que informándoles de sus derechos; y la otra: que el ultraderechista que participó en aquella matanza y se fue de rositas, al fugarse de la prisión preventiva en que se encontraba gracias al permiso de Semana Santa que le concedió un magistrado de la Audiencia Nacional que había sido miembro del Tribunal de Orden Público franquista, se ha convertido en un hombre libre, su crimen prescribió y las órdenes de busca y captura no se renovaron. Misión cumplida, pensarán algunos, y otros se sentirán aliviados: hay apellidos que conviene poner a salvo, cueste lo que cueste. Eso sí, tampoco en esta ocasión van a decir lo que piensan ni les veremos sonreír. Puede que ni sepan. Puede que sea de ellos de quienes habla Karmelo Iribarren en este poema: “No se quieren, / pero apenas se les nota. / Han hecho de ello, / (…) la razón de su vida. / Son unos profesionales / de la desdicha. / Cuando se mueran / –y se despierten en el infierno–, / les parecerá un día normal.” Eso sí, me juego algo a que se hacen con el control de las llamas y empiezan a cobrárselas a precio de oro a los condenados. Sólo saben hacer el mal y parecen invencibles, pero no lo serán mientras quede alguien capaz de enfrentarse a ellos, aunque tenga todas las de perder. Eso es lo que parecemos haber olvidado, que no hay ayuda más bella que la que se le ofrece a alguien que no tiene salvación.

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