Desde la tramoya

Memeces

El secretario de Comercio de Trump se pone unas pantuflas de 600 dólares y el debate social se enciende tanto como si habláramos del derecho al aborto. Una atractiva asesora pone los pies en el sofá del despacho oval y en las tertulias del mundo entero se comenta la chorrada. Unos descerebrados forran un autobús y lo pasean un rato afirmando que los hombres tienen pene y las mujeres vulva, y les damos horas y horas de exposición, aceptándoles entrar en un debate sobre la transexualidad que creíamos ya superado...

Vivimos un tiempo en el que la gilipollez aparece, se expande y luego se esfuma a la frenética velocidad de los trending topics.trending topics La tontuna graciosa se eleva al nivel de noticia. Los informativos de televisión se nutren de vídeos caseros de las más excéntricas situaciones. Como si fueran adolescentes enganchados a su cuenta de Instagram, las sociedades parecen incapaces de prestar atención pausada a los asuntos serios, porque una nueva estupidez atrae repentinamente la mirada. Quizá habíamos infraestimado los efectos de ese déficit social de atención, hasta que llegó Trump y nos convenció de que, efectivamente, se puede gobernar el país más poderoso del mundo eructando mensajes en una cuenta de Twitter.

La palabra meme es quizá la expresión más simple de ese efecto. Llamamos meme a los vídeos, las viñetas, las fotografías o las bromas que se viralizan en Internet. La palabra es aparentemente tan nueva que el Diccionario de la Real Academia ni la recoge aún. En realidad, el término tiene 40 años. Fue acuñado por Richard Dawkins en su libro El gen egoísta. Dawkins dice que si el gen –gene, en inglés– es la unidad más simple de vida, el meme –así mismo en inglés–, es la unidad mínima de cultura. Un meme es la sonrisa de la Gioconda, los primeros compases de la quinta sinfonía de Beethoven, el "¿Por qué no te callas?" del rey a Chávez, o, sí, las pantuflas caras de un político.

Como los genes, dice Dawkins, los memes que mejor sobreviven son aquellos que son prolíficos, longevos y fáciles de copiar. Siempre ha sido así. En términos evolutivos es más fuerte la musiquita del cumpleaños feliz que una sinfonía de Mahler, porque cada segundo hay miles de personas cantando la primera, y la segunda es imposible de recordar.

Cuando se creó la palabra meme, en 1977, no existía Internet. La difusión de las ideas y de las noticias era mucho más lenta que hoy. Y el volumen de información disponible mucho menor. No sabíamos entonces que décadas después tendríamos en nuestras manos un instrumento portento para la difusión de información. Pero tampoco sabíamos que llegaríamos al punto de darle importancia a asuntos tan triviales o a patochadas o provocaciones del tamaño de las que nos llegan cada día al móvil. Esos memes tan poderosos que se viralizan como la gripe, y que no pasan en realidad de meras memeces. Quizá ahora que Trump prefiere Twitter al The New York Times, empecemos los demás a echar de menos al periodista de libreta y bolígrafo de toda la vida.

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