@cibermonfi

'I'm a winner'

“Mi generación aprendió en la Guerra Civil española que se puede tener razón y, sin embargo, ser derrotado”. Hace un par de semanas, recordé esta cita de Albert Camus en un acto en la Feria del Libro de Granada en el que presentaba junto al francés José Lenzini una biografía en cómic del autor de El extranjero. Al terminar la cita, callé, miré al público y leí cierta perplejidad en los ojos de algunos de los asistentes más jóvenes. Comprendí que pertenecían a una generación que ha sido machaconamente educada en la idea de que el triunfo es el principal objetivo de la existencia y su valor supremo.

En el debate entre los tres candidatos a la Secretaría General del PSOE, Susana Díaz repitió hasta la saciedad el argumento de que ella es la mejor opción porque es una “ganadora”. De hecho, este mantra y el de que Pedro Sánchez no es de fiar constituyen sus únicos temas de campaña. Quizá el segundo sea cierto –Sánchez nos tiene mareados con sus vaivenes-, pero me detendré en lo que me resulta más inquietante del primero.

Para empezar, puede que Susana Díaz no sea tan “ganadora” como pretende. Que yo sepa, conquistó el liderazgo regional del PSOE en una consulta interna a lo Partido Comunista de la Unión Soviética, sin ningún adversario. Y en cuanto al cacareado triunfo del PSOE en las elecciones andaluzas de 2015, ni tan siquiera fue lo suficientemente amplio como para alcanzar la presidencia de la Junta sin necesidad de pactos. En una proclamación de su ideario, Díaz prefirió conseguirla aliándose con Ciudadanos en vez de con otras fuerzas de izquierda.

Incluso cabría decir más: ser el primero en Andalucía, donde su partido tiene un histórico granero de votos, no es una hazaña de Hércules para un político socialista. De los comicios autonómicos de 2015, quizá sea también relevante recordar que el PSOE obtuvo su peor cosecha de papeletas (1,4 millones frente a 1,5 millones en 2012 y 2,1 millones en 2008). El  autobombo de Díaz intenta ocultar que el granero andaluz sigue vaciándose bajo su liderazgo.

Susana Díaz no acumula, pues, tantas victorias como para ufanarse en los platós televisivos de ser la Alejandro Magno de las campañas electorales. Pero no deseo enredarme en debates politiqueros. Arranqué con Camus y prefiero seguir moviéndome en el terreno moral en el que él situaba este tipo cuestiones. ¿Es el triunfo la prueba definitiva e indiscutible de la bondad de una candidatura, una causa o una empresa?¿Justifica la victoria la flagrante traición a los principios o la adopción de cualquier medio para conseguirla?

El mundo ha cambiado mucho en mi existencia, en muchas cosas para mal. Cuando yo era joven, se predicaba que lo importante es participar;  ahora, por el contrario, ni tan siquiera el segundo o el tercer puesto –la plata y el bronce– constituyen un resultado satisfactorio en una competición. Ahora hay que ser necesariamente el primero –the winner–, y el primero, por cierto, suele llevárselo todo. Es una obsesión que también nos ha llegado de Estados Unidos. Constituye la penúltima vuelta al tornillo del pensamiento calvinista enraizado en el capitalismo: Dios comienza a recompensar a sus mejores fieles con el triunfo en este mismísimo valle de lágrimas. El perdedor en la lucha por la supervivencia en la jungla también es, irremediablemente, un pecador.

No creo que alguien que se proclama de izquierdas pueda aceptar este marco mental. ¿No resultó ganador Donald Trump en los últimos comicios presidenciales estadounidenses?¿No llegó Hitler el primero en las legislativas alemanas de 1933? ¿Y qué? El triunfo electoral puede proceder de tener más dinero, más poder y socios mejor situados. O de ser más hábil a la hora de mentir, hacer falsas promesas o manipular sentimientos primarios como el miedo.

Lo mismo puede ocurrir con los triunfos bélicos. Franco ganó la Guerra Civil porque tenía mejores soldados y armas, mayor disciplina interna y aliados como Hitler y Mussolini, más comprometidos en la contienda. Se lo dijo Unamuno a Millán Astray en el rifirrafe de la Universidad de Salamanca: “Venceréis, pero no convenceréis”. La generación de Camus aprendió entre 1936 y 1939 la dolorosa lección de que se puede tener razón, como la tenían los republicanos, y terminar siendo aplastado.

El éxito no es el baremo indiscutible de las cualidades de una persona o la justicia de una causa. O al menos, no el único ni el más importante. ¿Puede un progresista aceptar que los Botín son más virtuosos que una familia de desahuciados porque los primeros triunfan económicamente? Amén de los méritos individuales de cada cual, ¿no habría también que evaluar  el conjunto de circunstancias que llevaron a la riqueza a unos y a la estrechez a otros? Así lo ha visto siempre el pensamiento crítico desde el Siglo de las Luces.

Que tantos dirigentes socialdemócratas asuman de tan buen grado el terreno y las reglas de juego morales del sistema es otra de las causas de la probablemente irremediable decadencia de esta opción política. Interpretan papeles que ya tienen su titular.

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