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El calor y la democracia

Cuando suben o bajan mucho las temperaturas, el debate sobre el cambio climático se anima. Acabamos de pasar la primavera más calurosa desde que hay registros sistemáticos (1965) y las noticias sobre las penalidades que nos esperan si no frenamos la contaminación del planeta vuelven a ser frecuentes: migraciones masivas, conflictos sobre recursos naturales, desertización de grandes zonas, etc.

Quisiera aprovechar que el debate está más “caliente” para plantear un dilema que afecta a nuestras convicciones más profundas sobre el valor de la democracia.

Supongamos que no se encuentra una forma rápida y eficaz de resolver el problema del calentamiento global. No conseguimos, por ejemplo, dar con la manera de fusionar hidrógeno. La única manera de revertir el problema pasa por realizar cambios dolorosos en nuestros sistemas productivos y nuestros hábitos de vida. Un equipo de científicos expertos en clima y energía hacen las estimaciones pertinentes y preparan un plan para reducir drásticamente el uso de energías fósiles, alterando de manera profunda las bases de nuestra economía. Los autores del plan son los expertos de mayor reconocimiento en el mundo sobre esta cuestión. Tienen un objetivo claro, evitar el desastre ecológico, y proponen medios efectivos, aunque traumáticos, para ello.

Los gobiernos democráticos de los países avanzados, sin embargo, no atienden las recomendaciones de los expertos, o lo hacen solo con la boca pequeña, poniendo en práctica medidas cosméticas de corto alcance. Al fin y al cabo, el desastre que se anuncia no tendrá lugar hasta dentro de varias décadas. Aunque hoy se pueden advertir ya los primeros avisos, el desenlace final, la catástrofe ecológica, queda diferido a un futuro más bien lejano. Los políticos en democracia tienen un horizonte temporal no muy amplio, sus cálculos se reducen a lo que va a suceder en las siguientes elecciones, o en dos o tres legislaturas como mucho. Por eso, prefieren “procrastinar”, es decir, aplazar las decisiones difíciles tanto cuanto puedan, pasando así la responsabilidad a las generaciones futuras. Pero puede que para entonces ya sea demasiado tarde y no haya vuelta atrás.

En esas condiciones, surge un movimiento que aboga por una solución radical: puesto que es el futuro del planeta lo que está en juego y las democracias avanzadas no parecen capaces de abordar el problema, no queda más remedio que suprimir los regímenes democráticos implantando gobiernos compuestos por científicos de reconocido prestigio en cambio climático que, sin la presión de las elecciones periódicas, puedan tomar las decisiones necesarias para arreglar el problema. Los expertos de los distintos países tendrán ideas muy similares sobre las medidas a tomar y, por tanto, será muy sencillo que cooperen entre sí en la lucha contra el calentamiento global.  No les guía interés personal o nacional alguno, no tienen aspiraciones políticas de ningún tipo: sólo les anima la ambición de salvar el planeta de la raza humana.

En suma, lo que este movimiento propone es sacrificar la democracia a cambio de resolver el problema medioambiental. Ante un reto de esta magnitud, todo lo demás parece secundario. Si no se arregla la situación, grandes zonas del planeta se harán inhabitables, las economías colapsarán, habrá grandes desplazamientos de población, que provocarán guerras por el dominio de los territorios menos dañados por el desastre ecológico. ¿No estaría justificado, pues, acabar con la ineficiencia democrática y dejar las decisiones en manos de quienes realmente saben cómo podría evitarse la tragedia?

Quienes compartan esta solución basada en expertos, consideran que la democracia es valiosa en tanto que produce resultados buenos. Es una visión “consecuencialista” de la democracia, que supone que se puede elegir entre diversos regímenes políticos en función de su desempeño (crecimiento económico, desigualdad, libertad, destrucción del mediombiente, etc).

'Patria'

Por otro lado, aquellos que se muestran contrarios al gobierno de los expertos creen que la democracia es valiosa en sí misma, más allá de sus resultados. Se trata de una visión “procedimentalista”, que cree en la justicia y el valor intrínseco de la lógica democrática, desconfiando de la posibilidad de que los expertos, por mucho conocimiento que tengan, sean capaces de realizar las políticas adecuadas en ausencia de controles democráticos.

El desafío del cambio climático hace revivir las viejas tesis de Platón en contra de la democracia. Ante un asunto de esta importancia, que podríamos calificar casi de vida o muerte para la especie humana, ¿deberíamos dejar el futuro de la humanidad en manos de la gente y sus representantes, o deberíamos más bien delegar en los sabios y los expertos, aun si eso supone acabar con nuestras instituciones democráticas?

Quienes defiendan el mantenimiento de la democracia han de ofrecer argumentos persuasivos de cómo los gobiernos representativos van a ser capaces de resolver el problema ecológico. Muchas personas tienen fe en que los avances técnicos nos eximan de tener que tomar decisiones difíciles, pero ¿y si estos avances no llegan o llegan demasiado tarde? ¿Estarán a la altura las democracias avanzadas?

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