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Iguales ante el terror

Hace un año y un mes, el 14 de julio de 2016, supimos que un solo hombre desarmado era capaz de asesinar a 86 personas. Ocurrió en Niza, cuando un terrorista al volante de un camión alquilado atropelló a centenares de peatones que celebraban la fiesta nacional en el cosmopolita Paseo de los Ingleses. Este jueves, 17 de agosto, hemos comprobado lo que ya sabíamos tras nuevos crímenes idénticos ocurridos en los últimos meses en Berlín, Estocolmo o Londres: podía suceder lo mismo en cualquier ciudad del mundo. El terror ha sacudido a Barcelona. De nuevo a España y a Europa.

No se inventó el método en Niza. Atentados suicidas mediante atropellos se habían producido en países árabes y asiáticos. Pero el horror siempre parece ajeno cuando es lejano. Lo cierto es que la matanza de Niza supuso una especie de nuevo 11-S en cuanto a los efectos del terrorismo islamista. La caída de las Torres Gemelas desató el pánico global porque demostró que ni siquiera las sedes reales o simbólicas del máximo poder político y financiero estaban a salvo del terror. Asesinar a miles de personas en una sola operación criminal ya no era un acto reservado a las zonas de guerra. El atropello masivo de Niza mostró además que no hacen falta aviones ni individuos dispuestos a suicidarse para sembrar el pánico. Un camión o una simple furgoneta de alquiler pueden causar una masacre en cualquier avenida o paseo peatonal del centro de cualquier ciudad.

Barcelona estaba en alerta, como otras muchas ciudades. Es pronto para saber si algo ha fallado, si no había bolardos donde debería haberlos o si el alquiler de vehículos pasa los suficientes controles. Pero nunca es tarde para recordar que la seguridad total es imposible, y que un fanático dispuesto a matar al mayor número de personas sin importarle demasiado perder la propia vida siempre encontrará alguna forma de ejecutar su plan o el de la organización criminal a la que pertenece. Como nunca es tarde para advertir que por más que se intente blindar el modo de vida occidental a base de protección física, el terror sólo podrá combatirse yendo a las raíces del mismo y evitando que su proselitismo cale entre sus potenciales adeptos entre las poblaciones excluidas de todo el mundo. Hace falta más inteligencia que armamento, y más inversión en desarrollo que en muros y alambradas.

Del mismo modo que nadie se parece tanto a un pobre como otro pobre, sean ambos de donde sean, tampoco nadie se parece a una víctima del terrorismo tanto como otra víctima del mismo. El terrorista de Barcelona no se preguntó por el color, la nacionalidad ni la religión de quienes esta tarde de agosto caminaban por La Rambla. No lo hicieron los autores del 11-S ni los que hicieron explotar los trenes de Madrid aquel 11 de marzo de 2004. Ni quienes día tras día cometen crímenes masivos en cualquier ciudad de Nigeria, Irak, Paquistán, Indonesia, Turquía, Yemen o Siria. Buscan generar pánico, y a través del pánico sembrar el odio al diferente, por color o religión o lugar de nacimiento. Y esa batalla, precisamente, es la que sabemos que no ganarán mientras seamos conscientes de su irracional objetivo y de nuestros propios errores.

El principal enemigo, como recordaba nuestro compañero Edwy Plenel tras los atentados de París de 2015, es el miedo. Cada cual en su propio ámbito y colectivamente como democracia podemos y debemos superar el miedo que intentan inocular entre nosotros. (Medios y periodistas, por cierto, tenemos además la obligación ética de no extender el pánico entregándonos a la guerra del click tras un atentado, publicando datos sin constrastar o imágenes que violan la dignidad de las víctimas).   

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