Qué ven mis ojos

El 2 de octubre sabremos para qué es ya demasiado tarde

“Lo contrario de que la vida dé muchas vueltas es que se mueva en círculos”.

¿Qué es la normalidad? Algo muy raro, cuando la invocan las dos partes en conflicto que estos días pelean en Cataluña y que dejan claro por qué se ha elegido para este movimiento de tierras político el nombre de una novela de Kafka: El proceso. A los medios de comunicación les ha dado por describir esta pelea de tasca con aromas de duelo al sol como "un choque de trenes", pero a mí me parecen más bien diligencias del oeste llenas de vaqueros con andares presuntuosos, espuelas en las botas y una soga para cazar a lazo a quien se les ponga a tiro y marcarlo con el hierro de su ganadería.

Unos juran sobre siete biblias que habrá un referéndum el próximo 1 de octubre, que saltarán todas las vallas que les pongan en el camino y que si les meten un palo en la rueda, pondrán la de repuesto. Los otros, que están acuartelados y listos para defender el orden establecido que quieren saltarse a la torera los insurrectos, y que les pararán los pies con cualquier solución judicial, policial o del tipo que sea, con tal de no permitir que se abra una puerta de servicio en este oscuro callejón sin salida. No deben ser muy listos, cuando tras esta Guerra de los Siete Años lo único que han conseguido es hacer cada uno más fuerte al otro: si ya es un tópico que el PP se ha convertido en una fábrica de independentistas; también parece evidente que los aires que llegan de Barcelona son oxígeno para los habitantes de la calle Génova: las banderas del enemigo no dejan ver el bosque.

No sabemos cómo va a acabar esto, pero sí cuándo empezó: en 2010, cuando el PP maniobró para romper el pacto constitucional, vulnerar el Estatut y conseguir que pasara justo lo que está pasando. Lo hizo por un puñado de votos. A río revuelto, ganancia de pescadores, debieron pensar. Ahora, con el agua al cuello y mientras echan gasolina al fuego para tratar de apagarlo, muy probablemente firmarían volver a dejar las cosas igual que estaban en aquel momento. Pero ya es demasiado tarde para una segunda oportunidad.

No es una bandera, es una cortina de humo

Si no fuera porque es un drama, el 1-O sería un chiste. No descartemos reír por no llorar, ante el espectáculo de variedades de un referéndum cogido con pinzas por el Parlament, impuesto por una mayoría insuficiente que ha pasado por encima de sus propios sistemas de regulación como un cortacésped sobre un ramo de ginestas amarillas y que quiere llevarse a cabo con papeletas impresas en casa y urnas de cartón, en edificios públicos que tienen prohibido colaborar con semejante pandemónium y sin garantías de ninguna clase. Si hay una película, que la protagonicen Pajares y Esteso.

¿Quién puede discutir el derecho de los catalanes a expresar sus deseos? Nadie sensato. Pero hay que hacerlo bien y además lo tienen que hacer otros: a estos no hace falta que los inhabiliten, ya lo han hecho ellos solos. En mitad y a la vez al margen del combate, la alcaldesa Ada Colau parece la única sensata: a ella, dice, le gustaría que se votara, pero no poniéndose al Tribunal Constitucional por montera ni en riesgo a sus funcionarios y su propia carrera. Además, cómo no entenderla: elegir entre Rajoy y Puigdemont es como hacerlo entre el hambre y las ganas de comer. Yo también me negaría.

El 2 de octubre tendrán que cambiar las cosas, pero la pregunta es: ¿quién va a cambiarlas? Ya sabemos una cosa: los que han creado el problema no tienen la solución.

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