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De mapas y territorios

El papel lo resiste todo. En él se pueden dibujar ensoñaciones imposibles o fijar códigos inviolables, o establecer verdades incontestables. La realidad escrita tiene capacidad para navegar en cualquier mar y llegar con éxito al puerto más recóndito o inaccesible. La abstracción es útil y creadora, y la teoría sienta los fundamentos para una práctica que sin ella nacería desnuda o desprovista de guía. Sin un mapa, el viaje resulta muy difícil, cuando no imposible, pero conviene no confundir el mapa con el territorio. O, lo que es lo mismo, la teoría con la práctica, la abstracción con la realidad.

Esa confusión embarga a demasiadas personas en este tiempo convulso en que hay tal identificación entre mapa y territorio que puedes escuchar en un parlamento vejado por las fuerzas mayoritarias algo tan pintoresco como declararse —lo hizo la señora Gabriel, de la CUP— "independentista sin fronteras", o exigir a un gobierno democrático que cumpla la Constitución que enmarca sus leyes, por parte de quienes la quieren dinamitar, o ver cómo gente inteligente y representativa cree haber cubierto una etapa histórica por el solo hecho de firmar un papel sin validez.

Conviene, por tanto, separar bien el trigo de la paja, la teoría de la realidad, la abstracción del hecho y hasta la idea de la acción con el fin de no encontrarse con la sorpresa de que la vida sea algo diferente de lo que queremos e incluso de lo que creemos. De no hacerlo, corremos el riesgo de vivir en una constante frustración o, lo que es más peligroso sobre todo para los demás, tratar de modificar la realidad imponiendo lo que nosotros queremos por encima de lo que debe o puede ser.

España está viviendo una crisis de Estado como no se había vivido desde el golpe que abrió el camino a la Guerra Civil. El régimen democrático, que es mucho más que eso que llama la izquierda desnortada Régimen del 78, está sufriendo un ataque preparado y organizado desde hace tiempo y con determinación y estrategias revolucionarias a la búsqueda de una independencia que no quiere el pueblo español y tampoco desea más de la mitad de los catalanes. Un golpe cuyo objetivo es mantener o buscar hegemonías de poder con el telón de fondo de la insolidaridad con el resto de "pueblos" de España. Ni siquiera su considerable apoyo popular le dota de legalidad ni resta puntos a la inmoralidad antidemocrática que supone. No siempre el apoyo popular, el impulso de las masas, es identificable con la justicia democrática. La historia reciente está llena de ejemplos, incluso con mayorías sociales muy superiores a los porcentajes de apoyo que está teniendo este procès en barrena.

Ante esta situación resulta sorprendente encontrarse con críticas por parte de personas o grupos no secesionistas, no partidarios de la independencia, por si alguien no me entiende, a quienes desde una ideología esencialmente republicana han apoyado de hecho y de palabra a la Jefatura del Estado que ocupa y representa el rey Felipe VI. No lo digo porque tenga alguna reserva ante la expresión libre de opiniones frente a cualquier cosa, sino por quienes sostienen que la Jefatura del Estado no puede gestionar ni el Estado ni sus crisis por el mero hecho de no haber sido ocupada por alguien elegido democráticamente. Como no ha habido elecciones a rey, no vale lo que haga o diga el rey.

Pues no. Se puede criticar la acción o las decisiones del rey al frente de su responsabilidad como jefe de Estado, pero descalificarlas o restarles valor e incluso credibilidad democrática por el hecho de partir de una institución predemocrática es no sólo una injusticia, sino una perfecta estupidez. Es confundir el mapa con el territorio, dar más valor a la teoría que a la práctica, al principio que a la consecuencia.

El mundo real es el que es, y no supone renunciar a los principios aplicarlos en función de criterios de racionalidad y –lamento que el término esté tan devaluado— de sentido común.

La fe en la república, su defensa como objetivo democrático, no debe cerrarnos los ojos tanto como para negar la capacidad y el mérito a quien ocupa una Jefatura de Estado heredada en una monarquía democrática sujeta a las decisiones y la legalidad de un parlamento democrático.

Porque cabe preguntarse razonablemente: ¿un presidente de república gestionaría la situación mejor que el rey? ¿Su vinculación a un partido político sería más garantista que la actual dependencia del parlamento? ¿Seguro que un presidente partidario, democráticamente elegido, estaría exento de la corrupción que contamina la política española hoy? ¿Su formación y criterio sería mejor que el del actual monarca? ¿Quién está seguro de eso?

Repito, no confundamos el mapa con el viaje, con el territorio. En este momento, o se está con la ley o frente a ella. Y estar con la ley es, ahora mismo, estar con la Jefatura del Estado a cuyo cargo está el rey Felipe VI. Eso lo tenían claro los cientos de asistentes a la recepción del pasado jueves, republicanos muchos de ellos. Y lo tienen claro –mucho más aún— los millones de españoles para los que la crisis de Cataluña está sirviendo como elemento vertebrador.

Siempre, por supuesto, que no se esté pretendiendo aprovechar esta crisis para tratar de sacar tajada política tras el escudo del republicanismo. Como diría el padre primigenio de la actual criatura independentista, el señor Pujol, que ya no citan ni sus más aventajados alumnos del 3 por ciento, ahora no toca. Por muy mediadores o bomberos que se crean.

Y si no lo ven, que esperen a las urnas cuando llegue el momento. El papel lo resiste todo, pero el de los votos es muy sensible a la realidad.

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