A debatir

Respuestas al debate sobre el artículo 155

La semana pasada, cuando planteé el debate sobre las consecuencias que tendría la aplicación del artículo 155, todo parecía indicar que nos dirigíamos hacia una suspensión duradera de la autonomía en la que el Gobierno de España se haría cargo de la administración catalana en su conjunto, limitando además el funcionamiento del Parlamento de Cataluña.

En este sentido, la inmensa mayoría de los comentarios recogidos en esta sección de debate han sido muy críticos con las consecuencias del artículo 155. Muchos piensan que las soluciones unilaterales, impuestas coactivamente, no pueden resolver un problema de profundidad política como es la existencia de alrededor de un 40% de catalanes que prefieren vivir en un Estado catalán a vivir en el Estado español. A juicio de muchos participantes, la desafección con España no puede sino agrandarse; por eso, concluyen, lo que hace falta es reforzar los lazos de convivencia y ofrecer cambios que permitan una mejor integración de Cataluña en el Estado.

Algunos añaden que, puesto que en el caso catalán no ha habido violencia en las reclamaciones de independencia, el separatismo no se va a diluir como ocurrió en el País Vasco tras el fracaso del Plan Ibarretxe, donde el terrorismo tenía un fuerte protagonismo que viciaba toda iniciativa política a favor de la secesión o de un referéndum.

Durante la semana, se ha ido aclarando la situación: ahora sabemos que el Gobierno español, en buena medida debido a la presión del PSOE, ha optado por una intervención rápida, disolviendo el Parlamento y convocando elecciones en la fecha más temprana posible, el 21 de diciembre.

A esto podemos añadir otros elementos que parecen poco discutibles a estas alturas. Por ejemplo, que el final de la huida hacia adelante emprendida por el bloque independentista a raíz de la aprobación en septiembre pasado de las leyes de referéndum y transitoriedad ha sido un fracaso sin paliativos. El tren iba tan rápido que los independentistas no han sido capaces de frenar a tiempo y han chocado estrepitosamente con la realidad. La declaración de independencia ha sido una ficción sin consecuencias y ha estado desprovista del entusiasmo, solemnidad y dignidad que suelen acompañar a los momentos en que un pueblo se separa de un Estado y funda uno nuevo. Además, el proceso vivido en estos dos últimos meses ha permitido que muchos catalanes favorables a la causa independentista hayan aprendido que la secesión es algo mucho más costoso económica y políticamente de lo que se habían imaginado, por lo que cabe imaginar que algunos de ellos hayan asumido que había que parar de alguna forma.

En estas circunstancias, un 155 rápido, que se limita a convocar unas elecciones que podría y debería haber convocado Puigdemont, quizá no tenga unas consecuencias tan negativas en el corto plazo. De hecho, algunos lectores advirtieron lúcidamente en sus comentarios que las consecuencias del 155 dependerían de si se usaba para convocar elecciones o para algo más duradero y ambicioso.

Vaya por delante que no pretendo justificar o legitimar el 155: en anteriores debates (y, antes de eso, en numerosos artículos que he publicado en infoLibre) he defendido siempre un referéndum pactado como mejor solución. No obstante, desde un punto de vista puramente descriptivo, sin juicios de valor, creo que el 155, aunque no sea plato de gusto para casi nadie, puede haber servido de cierto alivio entre un amplio segmento de catalanes, pues corta de una vez con la estrategia rupturista, una estrategia que no llevaba a ningún lado y en la que ni los propios independentistas parecían creer en los últimos días. Bien puede haber ocurrido que mucha gente, agotada tras esta escalada agónica hacia una deslucida declaración de independencia que no contaba con el suficiente apoyo popular para producir efectos de ningún tipo, haya terminado aceptando que era necesario parar como fuese el proceso, aunque haya tenido que ser mediante el artículo 155.

Mientras que la aplicación del 155 ha sido de menor envergadura que la esperada, no puede decirse lo mismo de la reacción judicial. Ahí es donde puede abrirse un frente más conflictivo. El Gobierno ha optado por mostrar una imagen relativamente “moderada”, dejando que sean los tribunales los que apliquen las medidas más fuertes. Para ello, cuenta con el control de la Fiscalía, que ya se excedió acusando del delito de sedición a los Jordis y que ahora redobla la apuesta pidiendo condenas interminables para el presidente y los consejeros del Govern saliente.

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Incluso si las elecciones del 21 de diciembre permiten superar el trauma de lo acontecido en estos días, a medio plazo los daños resultan cuantiosos. Así parecen haberlo entendido muchos participantes que han señalado sobre todo las consecuencias negativas que todo esto acabará teniendo sobre nuestra democracia. Los independentistas no han medido sus fuerzas y han acabado haciendo el ridículo político. El Gobierno de España, por su parte, no ha sabido plantear más que soluciones coactivas, como si todo esto fuera un mero problema de “legalidad”.

La democracia española sale muy dañada: nuestro sistema político no parece capaz de resolver los conflictos de forma civilizada y recurre a medidas represivas y legalistas ante las provocaciones de un movimiento independentista que no consigue aumentar sus apoyos y necesita la sobreactuación del Estado para poder justificar su estrategia. Cuando pase el tiempo y se serenen los ánimos, se irá viendo que todo esto que ha ocurrido era fácilmente evitable, que había otras formas de abordar este asunto, pero el legalismo autoritario del PP y el aventurerismo irresponsable de los independentistas lo han impedido.

El único motivo de optimismo es la evolución de la opinión pública española. Según la última encuesta publicada en El Mundo, el 57% de los españoles ya está de acuerdo con que se realice un referéndum pactado en Cataluña. Aunque suene tópico, parece que la sociedad va por delante de las élites españolas. Hay esperanza más allá del 155.

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