Telepolítica

¡No seas imbécil! ¡No bajes al sótano solo con la linterna!

José Miguel Contreras

¿Cuántas veces hemos visto la misma escena en una película o serie de televisión? Un grupo de jóvenes comparten una velada nocturna en casa de uno de ellos aprovechando que sus padres han salido. Es la típica casa americana individual aislada respecto al vecindario. Se divierten, ríen, se besan, bailan y todo lo demás. De repente, la luz se apaga de golpe y la fiesta se paraliza. Parecen oírse ruidos extraños provenientes del sótano. Como un resorte, alguno de los asistentes se hace con una pequeña linterna y decide bajar en solitario para ver qué ocurre.

Tumbados en el sofá de casa, todos acabamos pensando lo mismo: ¡No seas idiota! ¡No bajes! ¡Bajad todos juntos! ¡Llamad a la policía! ¡Esperad a que vuelva la luz! Da igual, por mucho que gritemos desde nuestro lado de la pantalla el muy tonto sigue adelante y baja con la espalda pegada a la pared por las estrechas escaleras del sótano. Poco a poco se va angustiando y nosotros más aún: ¡Que no bajes, imbécil! ¡Que te van a matar! ¡Vuélvete con tus amigos! Nada. Es inútil todo. Sigue bajando escaleras. De repente, tras otro extraño ruido, enfoca a un pequeño gatito arrinconado. Sonríe convencido de que todo ha sido un malentendido y que no hay amenaza real alguna.

Tu cabeza va a explotar a estas alturas: ¡Mastuerzo, súbete al salón! ¡Que el ruido no era del puñetero gato! ¡Que te quedan tres segundos de vida! ¡Corre! Por supuesto, en ese momento una sombra se cierne sobre el tonto de libro y un ser baboso alienígena se lo zampa regando de sangre hasta el techo de tu salón ¡Hay que ser idiota!

Quizá suena a gruñón malenrrollado, pero quiero confesar que me asalta el mismo sentimiento cada vez que veo a alguno de mis conciudadanos cometer un flagrante acto contra la seguridad sanitaria. Voy por las calles con mi cerebro en convulsión permanente: ¡Ponte la mascarilla! ¡Separaos un poco! ¡Salid al exterior! No puedo entender que no sean capaces de entender que están bajando al sótano con una linterna en la mano para ser engullidos por el monstruo.

La lucha contra el coronavirus está sirviendo como experimento sociológico para conocernos unos y otros. Sería injusto y equivocado generalizar en exceso. Seguramente, si tuviéramos que hacer un juicio global de nuestro comportamiento como país deberíamos decir que hay de todo. Compartimos un espacio ciudadano en el que abundan comportamientos modélicos junto a auténticos descerebrados que se desenvuelven en pleno descontrol.

Parece evidente que la inmensa mayoría de los españoles ha aceptado con resignación las incomodidades que comporta intentar recuperar su actividad cotidiana con las medidas indispensables para evitar el contagio del virus. Resulta sobrecogedor contemplar cómo ha cambiado el paisaje urbano en todas las poblaciones. Además del significativo cambio de atuendo que supone llevar la mascarilla a todas partes, nuevos hábitos sociales se han incorporado tras la dura experiencia que ha supuesto el período de confinamiento.

La pandemia nos ha hecho en muchos casos más educados en nuestro comportamiento social al obligarnos a entender nuestra cercanía a otras personas a las que debemos exigir el mismo respeto que nosotros debemos mostrarles. Hemos perdido efusividad en nuestra manera de relacionarnos, pero posiblemente valoramos con mayor intensidad el placer de compartir situaciones junto a personas de nuestro entorno.

La estulticia no es patrimonio de los españoles, pero con esto del coronavirus también han aparecido severos brotes de estupidez humana en nuestro país. Las bajadas al sótano se producen a todos los niveles de la escala social, desde el clásico grupo de chavales de botellón en un parque de cualquier ciudad, hasta los que se juntan a bailar en la cubierta del yate. Muchas voces demandan medidas más rígidas por parte de las administraciones. Todos los grandes avances en nuestros hábitos sociales han sido impuestos, como el carnet por puntos o la ley antitabaco.

Parece como si existiera una ley no escrita según la cual los españoles sabemos que tenemos que hacer algo pero que tampoco hay que adelantarse más de la cuenta. La idea es que a, aunque parezca razonable, hasta que no nos lo impongan es que tampoco está tan claro. El mayor problema es cuando es la propia administración la que decide encabezar la irresponsabilidad. La presidenta de Madrid sigue manteniendo a estas alturas que no hay necesidad de hacer obligatorio el uso de la mascarilla. Cada vez que veo por las calles a gente que con cierto toque de orgullo camina sin mascarilla, me viene a la cabeza la imagen de Isabel Díaz Ayuso bajando sola al sótano, pegada a la pared y con una pequeña linterna en la mano.

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