Desde la tramoya

¿Nada que decir?

La Casa del Rey de la democracia no ha destacado precisamente por su audacia. Al rey Juan Carlos I se le atribuye el gran mérito de intervenir en defensa de la Constitución tras el golpe de Estado de 1981, pero lo cierto es que tardó siete horas en proclamarse del lado de los demócratas, y su discurso no se emitió hasta pasada la 1 de la madrugada. La irrupción de Tejero se produjo a las seis y 26 de la tarde. El diario El País tardó menos en sacar a la calle su edición especial.

Tras el elefante y la amante, el rey se limitó a convocar, de nuevo, muchos días después, a Televisión Española para hacer una declaración medidísima en el pasillo del hospital: “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Ni medio minuto duró la confesión.

Con el asunto de su yerno y de su hija, en fin, tampoco figuró por un discurso nítido: “La Justicia es igual para todos”, dijo, mientras él manejaba cuentas y maletines con dinero negro, defraudando a la hacienda pública.

De modo que habríamos pecado de ingeniudad si hubiéramos esperado un discurso revolucionario en la Nochebuena. En esos discursos lo más innovador que hemos visto ha sido al rey Juan Carlos de pie ante la mesa de su despacho en lugar de sentado (2012). Todo lo demás es perfectamente previsible. La producción sencilla, el himno, el belén y el árbol, la Constitución sobre la mesa, las fotos de ocasión (el padre emérito apareció por última vez en una esquina en 2016), el atuendo oscuro con camisa blanca y corbata azul (un año Felipe se puso una rosa).

Pero este año, sin esperar nada revolucionario, por supuesto, nada ni siquiera temerario, el país esperaba algo más que esos 25 segundos: “Unos principios (morales y éticos) que nos obligan a todos sin excepciones; y que están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o familiares”.

El discurso de Nochebuena, no nos engañemos, le pertenece por completo al rey. Tiene amplia libertad para decir lo que quiera, si es con el acuerdo del Gobierno. El rey no está solo. Tiene un amplio equipo en la Casa que le orienta y le aconseja. Y el país completo para pedir ayuda adicional. Sólo un equipo extremadamente conservador puede justificar que el rey no optara por anunciar su disposición a derogar su propia inviolabilidad; o a comunicar nuevas medidas de transparencia y buen gobierno de su Casa; o a mostrar el sentimiento de amor por el padre, pero el rechazo a sus conductas reprobables; o a explicitar su doble identidad como hijo y como heredero de la Corona; o a pedir a todas las fuerzas políticas que la Monarquía no sea objeto de división, sino de unión; etc., etc.

En lugar de eso, el rey no asumió el menor riesgo y prefirió hacer un discurso centrado exclusivamente en la pandemia y en los lugares comunes sobre el “nervio” de los españoles, la labor admirable de los sanitarios, y el sufrimiento de las familias y los jóvenes... Un discurso melífluo, caduco (quizá en marzo o abril habría sonado mejor).

No asumir riesgos es –debe ser– una obligación en un rey. Instituciones centenarias como las monarquías deben empeñarse más en sobrevivir que en cambiar. De modo que toda su estructura y sus hábitos se destinan a ese objetivo primordial.

Pero lo cierto es que el momento es especialmente crucial para nuestro rey. El fiasco con su padre es de tal dimensión, que él no puede solo sobrevivir, sino que habrá de ganarse el apoyo de sus compatriotas. No hay ninguna monarquía en la Europa del Sur y la pervivencia de la nuestra no está escrita en ningún papel que no se pueda reescribir. A muchos españoles el rey Felipe VI tampoco les molesta como para poner patas arriba nuestro orden constitucional, con la amenaza de los independentismos acechando, pero tampoco saldrán en masa a defenderle si las circunstancias son adversas.

Por eso, quizá ya para el año que viene, pues esta oportunidad se perdió, sería bueno que el rey fuera un poco más valiente. No arriesgar está en su ADN, pero los tiempos requieren algo más de audacia.

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