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Democracia pixelada

Urgencia climática: ¿lograremos poner límites al gran capital sin una catástrofe de por medio?

Miguel Álvarez-Peralta.

A lo largo de la historia, muchos economistas heterodoxos han señalado cómo las macrorreformas estructurales han llegado generalmente a través de guerras y revoluciones. Especialmente cuando consisten en poner coto a poderes económicos salvajes. Es la idea que el viejo Marx resumía en una de sus habituales escalofriantes imágenes: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de otra nueva”.

Según esta tesis, para poner fin al poder monárquico absolutista no bastaron la imprenta y el Renacimiento, fueron necesarias las frenéticas guillotinas del Termidor durante la Revolución francesa. De igual modo, la lucha por acabar con la esclavitud legal desembocó inevitablemente en la Guerra de Secesión. Tanto para establecer el sistema colonial que permitió amasar las grandes fortunas industriales del capitalismo temprano, como para pasar después al actual sistema neocolonial del capitalismo tardío, han mediado grandes dosis de violencia: primero de expropiación forzosa, y más tarde en las innumerables Guerras de Independencia o de “liberación nacional”.

Siguiendo esta idea, el Estado del Bienestar tampoco fue fruto directo de un consenso inteligente, sino de la destrucción de Europa en la Segunda Guerra Mundial. Nunca se hubiera pasado del libremercado desbocado de principios del siglo pasado (y su consecuente Crac del 29) al periodo de crecimiento estable de postguerra, si no hubiera emergido la necesidad de estabilidad y pacto social para las élites tras un holocausto y dos guerras mundiales. También habría influido la necesidad de competir en conquistas sociales con el bloque surgido de la Revolución soviética. Otras corrientes prefieren ver esos avances como fruto de la genialidad humana, no de la necesidad creada por periodos de crisis. El presente nos ofrece una oportunidad privilegiada para contrastar ambas hipótesis. Fatalmente privilegiada.

Desde hace ya décadas, la urgencia climática pone a la humanidad ante el reto de demostrar si es capaz de gobernar su destino aún en contra de los intereses de sus élites económicas, o si por el contrario las perspectivas marxistas más ortodoxas refuerzan su visión de la violencia como ley inexorable de las transiciones históricas. Por desgracia, la segunda opción va ganando por goleada según la evolución de las previsiones científicas.

Este lunes se hizo público otro informe sobre el caos global que viene, que ya está aquí. Como en cada ocasión, esta vez los datos son más graves, los pronósticos peores, el plazo para enmendarlos más breve, la tarea más imposible. El mejor panel científico sobre el tema (IPCC) nos concede apenas cuatro años para evitar el caos. O lo que es lo mismo, apunta a que no lo lograremos. En realidad, los científicos saben bien que ciertos puntos de no retorno ya se han atravesado, pero también saben que decirlo así no ayudaría a tomar las decisiones acuciantes. Desde que nadie les hace caso, los científicos climáticos se están haciendo expertos en comunicación política. Qué remedio.

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La Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica informó recientemente de que el cambio climático causa 250.000 muertes al año en todo el mundo. ¿Cuántas vidas costará que los llamados países desarrollados se atrevan a poner en cintura a las industrias macrocontaminantes? ¿En cuántas migraciones climáticas o desastres ambientales calculan las multinacionales el óptimo para comenzar a aflojar en su loca carrera hacia el abismo? La respuesta es sencilla: no pueden hacer ese cálculo, no pueden frenar. La dinámica ultracompetitiva del actual orden capitalista se lo impide. El primer país, la primera transnacional, el primer sector industrial que ceda ante sus competidores obedeciendo a su conciencia medioambiental, les regalaría la ventaja que necesitan para hacerse con una posición dominante de forma permanente. O así lo viven ellos, dentro de la lógica competitiva neoliberal que gobierna la humanidad en su fase actual. Necesitan normas impuestas desde fuera, no pueden parar por sí mismos.

La solución que nos gusta imaginar sería ver a gobiernos soberanos y democráticos con capacidad operativa para gestionar de manera coordinada cómo encarrilar esa competición contaminante. Pero esto suena muy parecido a otra cumbre internacional cuyos protocolos acordados volverán a incumplirse. Y el plazo ha terminado antes de empezar. Las otras salidas no nos gusta imaginarlas. Por eso, todo lo que no sea construir grandes movimientos sociales transversales sobre la urgencia climática es hoy, por desgracia, una relativa pérdida de tiempo. Lo sabemos. Pero estamos demasiado ocupados, agotados y entretenidos para asumir esa responsabilidad. Algunos dicen que el tiempo del Indignez-vous! de Stéphane Hessel ya pasó, me pregunto si no será ya el tiempo del Sauvez-vous, de Gaëtan NoëlSauvez-vous.

¿Hacía falta llegar a este punto, a sentir el cañón en la sien y el dedo acariciando el gatillo, para comprobar que no disponemos del tipo de gobiernos que nos gustaba imaginar? ¿Había que asomarse al vacío para descubrir que la soberanía y la democracia eran en gran medida una reconfortante ilusión óptica, que oculta las salvajes corrientes de fondo de una economía ingobernable? ¿Será el tiempo que separa descubrir de arreglar inferior al lapso entre asomarse y caer? Para quien siga la evolución de los informes del IPCC en los últimos 30 años, todo parece indicar que no. Hoy ya no luchamos para prevenir la barbarie, luchamos desde la barbariedesde para evitar hundirnos más y más en ella. Ayer pudo ser tarde, mañana lo será con toda certeza.

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