Democracia pixelada

Trumpización de Albert Rivera: causas y efectos

Parece que fue ayer cuando Ciudadanos se definía como partido de centro-izquierda. Rivera saltaba a la liga nacional con perfil de moderado llamado a modernizar el país con nuevas políticas y su eslogan de campaña vendía “el cambio sensato”. Qué rápido han pasado estos cinco años. En política, como en la vida, es importante envejecer bien, sin perder la sonrisa.

Hoy, cada vez más, Ciudadanos es percibido socialmente como un partido de derechas nacionalista, que se ha plegado a las estrategias del PP en el parlamento y que, envuelto en banderas, compite en radicalidad con sus elementos más reaccionarios. Ambos tratan de azuzar el miedo a la inmigración para cabalgar ese españolismo que se hace fuerte frente al inmigrante y al soberanismo catalán, pero no frente a los poderes globales que tutelan nuestra economía.

En sus últimas apariciones, Rivera refunfuña ante la equiparación fiscal con Europa, ante la acogida humanitaria de inmigrantes, ante cualquier reparación a las víctimas del régimen franquista en la exhumación del mausoleo del dictador, e incluso acusa al PP de “asumir el discurso separatista”. Adopta así poses más parejas a las de Le Pen que a las de su admirado Macron. Carifruncido y confrontado al “buenismo”, anda cada vez más alejado del campo simbólico de la moderación. Una imagen poco amable para el electorado progresista y de centro, difícilmente conciliable con las etiquetas de la modernidad y la sensatez.

El alma radical de Ciudadanos

Para esa minoría que sigue con interés la política nacional, esta deriva no supone gran sorpresa. Ya conocían el “alma radical” del partido naranja. Conocían por ejemplo que en 2013 habían abandonado el parlamento catalán para no votar la condena al régimen de Franco, y sabían de sus vínculos con grupos de ultraderecha como Falange, PxC, Vox, o Libertas, tanto en manifestaciones de calle (lo hemos vuelto a ver ahora en la cruzada anti-lazos) como en el discurso o en estrategias electorales. Pero mediáticamente se lograban disimular esas vecindades.

Luego llegó la fuga de diputados que fueron dejando la formación denunciando su progresiva derechización. No por casualidad, Rivera había sido apadrinado por Aznar en su debut nacional y, poco después, junto con Cebrián y Botín, integraba la delegación Española ante el Club Bilderberg, que reúne a élites influyentes del norte occidental para defender sus intereses globales. Es también conocida su imbricación con el Ibex35. Finalmente, en su congreso del año pasado, el partido decidió dejar de sostener la etiqueta de socialdemócrata para su ideario. Detalles y más detalles, rotos y descosidos cada vez más difíciles de tapar, que han ido afianzando su perfil derechista y minando su imagen de renovador frente a esas élites insaciables que habían roto los pactos de convivencia. Nadie cree a Rivera hoy capaz de contradecir la hoja de ruta de quienes realmente gobiernan el país desde mucho antes de que él se afiliase al PP.

La irrefrenable deriva naranja hacia la derecha

Lo que a algunos sorprendió fue que, pese a ese historial, Ciudadanos fuese electoralmente percibido como progresista de centro-izquierda en su debut nacional. Algo ayudaron Metroscopia y El País, que hasta hace poco trataban al partido con un cariño hilarante, en contraste con el resto de consultoras. En 2015, C’s lograba recoger un buen volumen de voto (más del 30%) en el muy disputado segmento central del espectro ideológico, el que alberga a más indecisos. También pescaba cómodamente entre los no definidos, e incluso en la izquierda moderada. Parecía haber dado con la llave de la codiciada transversalidad. En su primer CIS preelectoral, el 17% de sus votantes se identificaban como “socialdemócrata” o “socialista” y un 14% se denominaba “progresista”. Eso ha cambiado, y es lo que retroalimenta su caída sin retorno hacia el margen derecho.

Si allá por 2014 los electores situaban a C’s en el centro con un 5,5 (siendo 1 la extrema izquierda y 10 la extrema derecha), en cuatro años ha derrapado hasta más allá del 7, convirtiéndose en el partido que más se ha escorado en ese tiempo. En aquellas elecciones europeas, menos del 4% de los encuestados lo ubicaron en la extrema derecha. Hoy, según el CIS, más del 20% lo encuadra en esa posición. El porcentaje de votantes del PSOE que asegura que jamás votaría a Ciudadanos ha pasado en dos años del 39,8% al 55,1%, siendo ahora mayor que los que aseguran que nunca votarán a Podemos (53,9%).

No sólo márquetin: la impotencia de los disfraces en política

Según una lectura muy extendida, el efecto-Gürtel que hundía al PP de Rajoy durante la moción de censura, y el efecto-Moncloa que ha inflado a Sánchez en las encuestas, habrían llevado a la dirección de Ciudadanos, confiada por unos datos que le sonreían antes de la moción y sorprendida por la inesperada victoria de Casado, a decidir que era momento de hegemonizar la derecha y preocuparse más adelante de hegemonizar el país. Enrocarse en esa banda, donde la izquierda les quería arrinconar desde el principio, habría sido su error fatal. Algo así como cuando Podemos abrazó sin complejos la identidad de izquierda, atajando un posible despliegue de IU y autocondenándose a tratar de desenmascarar el carácter de “falsa izquierda” del PSOE.

De modo simétrico, Rivera viene adoptando un discurso áspero de textura tuitera. Acusó una y otra vez a Sánchez de “asociación con golpistas” y mantuvo más allá de lo razonable su exigencia de elecciones inmediatas, hasta quedar sólo con el eco de su voz. Eso le ha cerrado por mucho tiempo las aguas del caladero socialista y le condena a competir en agallas con su gemelo Casado, nuevo rostro del PP. Difícil trance: el votante conservador preferirá el original a la copia, y el PP goza de una implantación capilar en la sociedad civil y empresarial española que no tiene Ciudadanos.

Personalmente, no creo que tal deriva sea resultado únicamente de una estrategia equivocada.  Es también manifestación puramente inercial de ese alma radical, atávica, ya conocida, y de su base social más militante, que anda quitando lazos y soltando mamporros por la unidad de España. Achacar toda decisión a errores de cálculo marquetiniano no es sino otra forma de pensamiento conspiranoico. Algo que aprendí en mi paso por los aparatos de partido es que al final la cabra tira al monte: toda formación es prisionera de los mimbres con los que arme su estructura. No se puede hacer un barco de hormigón y luego querer surcar los siete mares. Sea cual sea el motivo, el resultado es el mismo: queda restaurado el eje izquierda-derecha, volvemos al juego de los noventa, ahora en digital y a cuatro jugadores.

El Trump de Tabarnia

El efecto inmediato de la desbocada carrera entre Casado y Rivera para adelantarse por su derecha es que están dejando el centro de la pista despejado. El catalán y el palentino se “trumpizan” o se “lepenizan” a marchas forzadas cuando compiten por depertar la demanda latente de xenofobia institucional para luego abanderarla, por ejemplo al defender la exclusión de la atención sanitaria a quien no tenga papeles en regla (algo que según la Agencia Europea de Derechos, no supone ahorro sino sobrecostes). Se alejan del espíritu Obama que habían pretendido imitar en otros momentos y dejan a España huérfana de un referente liberal moderno, comedido, centrado, de aire anglosajón, que reduzca niveles de demagogia en los debates parlamentarios y permita reformas necesarias.

Al situar el odio al soberanismo y la inmigración como claves de bóveda de su estrategia discursiva en la oposición, al exagerar sus aspavientos ante la exhumación de Franco o el supuesto efecto llamada del Aquarius, desplazan y redefinen la identidad de derechas en España, que en la última década se había acercado más a ese aire de coach empresarial cosmopolita que gastaba antes Rivera.

La demagogia empleada frente a la eliminación de privilegios fiscales a los más ricos, por ejemplo, o frente a la ecotasa al diésel requerida desde Bruselas, les aleja de un liberalismo responsable como el que inspira los editoriales de The Economist, que precisamente están reclamando ese tipo de reformas para volver a coser la brecha social,  y les acerca a la onda del premier italiano Salvini. Conforme aflora la naftalina bajo los trajes de Armani, va quedando ese espacio político disponible para el PSOE. Al mismo tiempo, paradójicamente, con sus ataques refuerzan la percepción social del perfil izquierdista de Sánchez, con lo que facilitan su deslizamiento hacia el centro-derecha en lo económico sin coste electoral alguno, una jugada ya clásica para el PSOE. Le están construyendo un espacio amplio y duradero para desplegar su campaña de cara al bienio electoral que llega, lo que se sumará al hecho ventajoso de que la pilotará desde Moncloa.

¿Make Spain Great Again?

Invadir el terreno discursivo de la “fuerte presión migratoria”, hasta el momento coto dominado por las derechas extraparlamentarias, precisamente en el año que menos migrantes han llegado a las costas europeas, supone una irresponsabilidad que no podemos reproducir desde la profesión periodística. Sobre todo porque en un país endeudado que no logra salir de la crisis sin dejar a la mayoría social atrás, podría prender como cerilla en un almacén de explosivos. Agitar los temores racistas mediante afirmaciones falsas, como que somos el país que más acoge, o que “los flujos migratorios son el principal problema de España” (Rivera dixit), exigen una sanción periodística unánime en aras de la verdad y del respeto a los derechos humanos que deben gobernar nuestra profesión. Una cosa es gesticular de más como oposición para tensionar el ambiente de cara a elecciones, y otra incendiar la convivencia fracturando por abajo con demagogia para pescar en río revuelto. Los periodistas tenemos ante eso una responsabilidad cívica que cumplir.

Más allá del recurso a la postverdad, el problema de esa estrategia es que arrastra, enciende y polariza a buena parte de la población, que encuentra así legitimación y nuevos objetivos a la hora de proyectar colectivamente en forma de odio unos miedos y frustraciones largamente arrastrados. Los tonos se endurecen, y catalanes, socialistas, podemitas e inmigrantes van formando el ambiguo rostro del mal, difuso contubernio que amenaza al país, enemigo común que cohesiona de nuevo un Nosotros limpio. Esa cohesión reemplaza subjetivamente la sensación de pertenencia y los ansiados lazos sociales que la sociabilidad digital y la precarización acelerada por la crisis se llevaron por delante en la última década y media. Sustituyendo negros por catalanes, es una estructura emocional similar a la que aupó a un magnate algo desequilibrado pero muy audaz al gobierno más poderoso del mundo, con consecuencias desastrosas para la esfera pública estadounidense.

Dime contra quién andas y te diré quién eres

En política siempre ha sido útil construir un adversario a la altura de tu proyecto. El PSOE de Felipe González se construía contra la España carca, contra el olor a rancio de los aparatos del régimen y también contra la izquierda pro-soviética. Catorce años después, Aznar se construyó contra un felipismo corroído por múltiples crisis, y después se sostuvo contra el terrorismo de ETA, hasta el punto de llegar a mentir sobre su participación en los atentados de Atocha para intentar mantenerse en el poder. El patriotismo estadounidense se forjó contra la amenaza soviética y, tras la caída del muro, contra la amenaza terrorista proporcionada por Bin Laden. El 15M tomó las plazas contra banqueros y políticos corruptos, y el movimiento Occupy lo hizo contra el 1%, que venía a ser su equivalente.

Recogiendo aquél espíritu quincemayista, Podemos nació contra “la casta”, evitando identificarse con la izquierda y aparecer enfrentado al pueblo no-de-izquierdas. Años después, con menor acierto, trató de marchar contra “La Trama”, algo invisible, pasando así de identificarse discursivamente con todo un pueblo (ese 83% que apoyó a los indignados), a hacerlo con una subcultura ilustrada, guardiana de verdades por revelar. Elegir bien a tu adversario es fundamental en política, porque revela quién eres tú, y a qué has venido.

El gran Umberto Eco, recientemente despedido con pompa y boato por quienes citan sus novelas mucho más que sus ensayos políticos, lo expresaba de este modo en Construir el Enemigo: “Tener un enemigo es importante no sólo para definir nuestra identidad, también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo. (…) No es necesario alcanzar los delirios orwellianos de 1984 para reconocernos como seres que necesitan a un enemigo.”

Pedir el voto a la vaca

Siguiendo esa idea, resulta revelador respecto a su evolución el modo en que Ciudadanos ha cambiado de adversario en su discurso. Dejó de ser el viejo bipartidismo (ahora que ellos también envejecen y van sumando escándalos) y pasó a ser “la fuerte presión migratoria, primer problema de España” y los nacionalismos no españolistas. En esa confrontación se sienten más cómodos. Le permite construir su base social evitando confrontar con los grandes evasores fiscales, los corruptores, los autores y beneficiarios de políticas austericidas que han hecho de España el país más desigual y con más trabajadores pobres de la OCDE. Con ello, “definen su identidad y demuestran su sistema de valores” (gracias, Umberto). La variante mediterránea del estilo Trump consiste en enfrentar al pueblo español entre sí y con los trabajadores, aún más pobres, que vienen de fuera. Cabe recordar que otra identidad nacional es posible, y en caso de avanzar esa pesadilla, es posible que sea urgente, pero ese será tema de otra columna.

Con ese esquema, las frustraciones y demandas que el 15M y Podemos habían dirigido “de abajo a arriba”, hoy se dispersan hacia Cataluña, hacia el Mediterráneo sur, hacia la izquierda y hacia la derecha. Las élites quedan a salvo y Sánchez emerge así como gran conciliador llamado a coser tanta ruptura, con enorme espacio de maniobra por todo el centro del tablero. Así las cosas, Podemos lo tiene difícil para recuperar reputación y hueco de cara a las elecciones que se acercan. Dependen en cierta medida de que Sánchez decepcione al centro-izquierda, por ejemplo apeándose de las promesas de eliminar privilegios fiscales a los bancos y grandes empresas, de la independencia real de RTVE, de derogar las reformas laborales de la crisis, o de aplicar la prometida Tasa Tobin, y tantas otras esperanzas despertadas.

Para Podemos, es clave estimular de forma realista esas esperanzas, al tiempo que nunca aparecer como culpables de su frustración. Necesita ser visto como espoleador realista y cómplice sólido de reformas demandadas por la mayoría social, y no como utópico señalador de horizontes, estrellas y sueños. Pero tampoco puede limitarse a poner el sello de progresía a un gobierno que lo sea en todo salvo en lo económico, previsible jugada del Ejecutivo para la campaña que está empezando. Eso sería una trampa para la formación morada. El gabinete de Sánchez, consciente de ello, debería mostrar valentía y generosidad en sus reformas económicas, para que ese amplio margen de maniobra que le han dejado entre todos no se materialice como aislamiento, ausencia de apoyos, enorme lago en el que ahogarse tratando a la vez de nadar y guardar la ropa en ambas orillas.

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