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AMLO en la Silla del Águila

Andrés Manuel López Obrador –AMLO–, presidente electo de México, tomará posesión de su cargo el 1 de diciembre, fecha tradicional del inicio del sexenio presidencial. El pronóstico que venían marcando las encuestas sobre el vencedor de las elecciones se ha cumplido, aunque no ha dejado de sorprender el gran apoyo recibido de los electores –un 53% de los votos emitidos– del candidato de la izquierda (marca MORENA). Este excelente resultado convierte a López Obrador en el presidente con mayor respaldo popular desde que, en el año 2000, se inauguró la verdadera competencia electoral. Entonces, con la victoria de Vicente Fox y la derrota del candidato oficial, Francisco Labastida, se ponía fin al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que, esta vez, renunció a la intervención y acató el veredicto de las urnas. El resultado fue avalado por el recién creado Instituto Federal electoral. La independencia del IFE se ha consolidado estos años.

El resultado de las elecciones del 1 de julio tiene también la novedad, que bien puede calificarse de histórica, de colocar en la presidencia a un candidato que se presenta con un discurso netamente de izquierdas. La victoria conseguida por AMLO contrasta con el severo correctivo infligido a sus rivales: el candidato de la derecha (PAN), Ricardo Anaya, que se queda a veinte puntos, y el candidato del centro (PRI), José Antonio Meade, que se hunde en un poco relevante 15% de los sufragios. Hay que señalar que, dada la complejidad y proporciones del sistema político mexicano, las etiquetas políticas, de corte “europeo”, deben ser tomadas como meramente indicativas.

Más allá de las características de la campaña, en la que Anaya y Meade se han neutralizado mutuamente en una lucha estéril, López Obrador ha tenido el acierto de centrar el mensaje en dos asuntos capitales para la mayoría de la población: la corrupción y la desigualdad, más incluso que la seguridad, cuya preocupación se despierta a partir de cierta renta. AMLO, que se presentaba por tercera vez a las elecciones presidenciales, se ha reinventado de nuevo. Antiguo militante del PRI, y gobernador de Tabasco y regente (alcalde) de la Ciudad de México con el Partido de la Revolución Democrática (PRD), ha aprendido de la dura experiencia de 2006 cuando perdió por un escaso margen –menos del 1%– con el candidato del PAN, Felipe Calderón, y decidió no aceptar el resultado, poniéndose en rebeldía con un sedicente gobierno alternativo. Una actitud que desgastó su figura y le obligó a una larga travesía del desierto, que ha superado con envidiable perseverancia.

López Obrador ha mantenido un discurso radical en las formas, necesario para preservar alta la movilización social, pero ha moderado claramente su proyecto nacional en el fondo con el objetivo declarado de hacerlo viable y asumible por los poderosos agentes económicos. La política económica, curándose en salud con experiencias recientes en la región, no sufrirá grandes cambios. Se descartan las temidas expropiaciones y se garantiza la estabilidad del cuadro macroeconómico. En sus primeras palabras como presidente electo, en un mensaje dirigido más que a los ciudadanos a los mercados, se ha apresurado a anunciar el control del déficit público, la independencia del banco central y el respeto a las inversiones privadas en los proyectos de infraestructuras comprometidas.

Parece que el populismo del que le acusan los críticos, se quedará en los gestos. En este sentido, se espera que cumpla con su promesa, de fuerte impacto popular, de prescindir del amplio dispositivo de apoyo al presidente, que se simboliza en la suntuaria residencia de Los Pinos en el Distrito Federal, en el avión presidencial –un Boeing 787-8 recientemente adquirido– y, sobre todo, el poderoso cuerpo militar -Estado Mayor Presidencial- de dedicación exclusiva a la seguridad del presidente. La casa presidencial pasará a ser un centro de arte y cultura, el cuerpo militar se integrará en el ministerio de Defensa y el presidente hará sus desplazamientos en vuelos comerciales. El nuevo uso de la residencia presidencial y la utilización de medios aéreos comerciales no plantean grandes implicaciones -más allá del discutible ahorro de estas medidas-, lo que, desde luego, no ocurre con la seguridad.

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En efecto, AMLO ha declarado que “le cuidará el pueblo”, pero es evidente que no podrá prescindir de un aparato de seguridad semejante al que, desde hace décadas, proporciona el Estado Mayor Presidencial (EMP). La complejidad de medios personales y materiales de esta unidad equivalente a un pequeño cuerpo de Ejército conjunto –verdadera “Guardia Pretoriana” del presidente y núcleo del poder duro del Estado– hace poco probable el cumplimiento real de esta medida que, con grandes dosis de demagogia, pretende acercar la institución presidencial a la población. El EMP, dotado de una estructura organizativa difícil de desmontar por decreto, está formado por especialistas que desarrollan toda su carrera en la seguridad exclusiva del presidente y su gobierno, por lo que tiene mal acomodo como unidad ordinaria del Ejército.

El presidente López Obrador se enfrenta, como sus predecesores, al grave problema del crimen organizado. La implicación de las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico, decidida en la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), se ha mantenido con Enrique Peña Nieto (2012-2018), pese al pobre balance de eficacia de la medida -la inseguridad se ha extendido y las cifras de muertos se han multiplicado-, los frecuentes casos de crímenes y abusos de los derechos humanos por parte de unidades militares, la centralidad en el sistema político que han adquirido los militares al reforzar el presupuesto y los instrumentos legales en su función, y el daño a la imagen de las fuerzas armadas que gozaban de un indiscutible prestigio por su neutralidad política y estricto desempeño de su función profesional. Todas estas razones aconsejan un replanteamiento de la cuestión.

AMLO se sentará en la Silla del Águila, siguiendo la parábola de Carlos Fuentes, con el gran reto de abordar los problemas urgentes de México y acometer una política integradora en un país marcado por la desigualdad social. Cuenta con la importante baza de disponer de una mayoría en la Asamblea Nacional que impedirá el bloqueo sistemático de sus reformas. Sus antecedentes políticos y la magnitud de cuestiones que tiene sobre la mesa -entre las que no es menor su relación estratégica con el vecino del Norte, en un momento marcado por la incertidumbre del actual inquilino de la Casa Blanca- fundamentan el escepticismo sobre sus posibilidades en la presidencia, pero el gran movimiento social que le ha aupado al poder demuestra que también despierta muchas esperanzas.

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