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Defensa Nacional ante las (no tan) nuevas amenazas

Joaquín Ramón López Bravo

La guerra es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los militares.

Georges Clemenceau, político y periodista francés

Si algo ha puesto de manifiesto, aunque nadie hable de ello, esta pandemia, es la absoluta inutilidad de las políticas de Defensa tal y como se están desarrollando actualmente. Como decía recientemente mi amigo Miguel López en este artículo, “de nada sirven hoy los carros de combate o los submarinos, por poner sólo dos ejemplos, para luchar contra el terrorismo, la guerra híbrida, los ciberataques, la guerra bacteriológica o química o una pandemia como la que estamos sufriendo. Y menos aún contra el gran elefante en la habitación que ningún dirigente quiere ver, el cambio climático que estamos acelerando para dejar a nuestros hijos y nietos un planeta, sin repuesto, probablemente peor que este actual.” Un simple microbio del que se duda incluso si es un ser vivo o no, un virus microscópico, ha puesto en jaque nuestra sociedad, nuestra economía, nuestra forma de vida.

El gran sueño de todo ejército atacante es acabar con el ejército enemigo (e incluso con la mayor parte de la población) sin destrozar sus estructuras para poder aprovecharlas. Si de paso logran un sistema de sometimiento de los vencidos, por ejemplo una cura para una enfermedad o una vacuna, que haga imposible la resistencia, entonces estarán ante el arma perfecta. Cuentan que Einstein dijo: “No sé cómo será la tercera guerra mundial, pero la cuarta la libraremos con palos y piedras”. Claramente el genio alemán pensaba en las bombas nucleares de destrucción masiva, algo que las grandes potencias, y especialmente Estados Unidos, abandonaron en los años 70 buscando más bien bombas inocuas para instalaciones y poco contaminantes, como las bombas de neutrones, pero mortíferas para los seres vivos.

Las armas definitivas, sin duda alguna, son las bacteriológicas, mucho más moldeables, con más penetración y fáciles de controlar que las químicas. Infectar a una población de forma repentina y permanente, manteniendo el antídoto sólo para quien se rinda y quede a merced del vencedor es el sueño actual de los expansionistas. La prohibición del desarrollo e investigación de armas químicas y bacteriológicas es, como todo el mundo sabe, un simple camelo para tranquilizar a la población. Todos los gobiernos con vocación agresora del mundo (y alguno de los posiblemente agredidos) investigan “en secreto” en este tipo de armas. Si no van a utilizarse porque están prohibidas, ¿para qué investigan?

A este tipo de armas se une otro tipo que en el mundo supertecnificado que vivimos tiene una importancia capital. Son las armas tecnológicas. Menos mortales que las otras, sin embargo pueden paralizar un país o un grupo de países con medios poco costosos y sin ningún tipo de exposición, ya que pueden emplearse usando ordenadores a miles de kilómetros del lugar donde se produzca la batalla. Se puede, además, graduar la intensidad. Desde bulos y noticias falsas que enfrenten entre sí a los pobladores de la nación enemiga, al colapso total de sistemas de un país (o de toda una población) mediante la creación de virus informáticos que desactiven procesos industriales, mecanismos de funcionamiento de armas y, en fin, casi cualquier cosa conectada a una red. Y es con conexiones a redes como está diseñado prácticamente todo el mundo en este instante. Redes dotadas de mecanismos de protección que ofrecen una débil cobertura. Como enfrentar con un escudo de papel una ráfaga de ametralladora.

Con este horizonte, que puede desestimarse pero no ignorarse, ¿para qué sirven los ejércitos convencionales? ¿Es preciso invertir enormes cantidades de dinero en dotarse del armamento más reciente? Y lo que es más importante, ¿debemos dejar la política de defensa exclusivamente en manos de los militares y dejarles actuar en la forma tradicional?

En mi opinión, la COVID 19 ha demostrado que no. Poco han podido hacer las fuerzas convencionales, más que actuar como refuerzo en áreas tradicionalmente alejadas de su función habitual, básicamente las de protección civil, las sanitarias y las asistenciales, poniendo a disposición de la sociedad a las mujeres y los hombres que integran las FAS para labores de desinfección, de tratamientos sanitarios o de ayudas en las residencias de mayores. Una labor nada despreciable pero poco relacionadas con una función típica y específica del ejército convencional. Téngase en cuenta que la UME como división diferenciada dentro de la estructura de las FAS, se crea en el año 2005 por el gobierno de Rodríguez Zapatero, y no es hasta 2006 (RD 416/2006, de 11 de abril) cuando “se establece la organización y el despliegue de la Fuerza del Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejército del Aire, así como de la Unidad Militar de Emergencias.”, norma por cierto derogada en 2014 por el Real Decreto 872/2014 de 10 de octubre, “por el que se establece la organización básica de las Fuerzas Armadas”, en el cual se destina el artículo 19 a la UME específicamente.

Se ha usado la retórica bélica para hablar de “la lucha contra la pandemia”. ¿Quiénes y cómo han luchado realmente contra ella? ¿Los militares en trincheras, tanques, cazas y submarinos? ¿O la sociedad civil a la que los militares han prestado su ayuda, como integrantes que son de la misma, por sus mayores capacidades organizativas y de movilización? Y no todos, claro está. Básicamente los miembros de la Unidad Militar de Emergencias (UME) una unidad creada para “la intervención en cualquier lugar del territorio nacional y en operaciones en el exterior, para contribuir a la seguridad y bienestar de los ciudadanos en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas, con arreglo a lo dispuesto en el Real Decreto 1097/2011, de 22 de julio, por el que se aprueba el protocolo de Intervención de la Unidad Militar de Emergencias, y lo dispuesto en la doctrina militar correspondiente.”, es decir, para ejercer labores de Protección Civil, y que supone apenas el 3% de todo el ejército.

Pese a todo lo anterior, no digo que haya que prescindir del ejército. Unas FAS fuertes son un elemento disuasorio visible y evidente. Pero hay que diversificar la defensa. Crear más unidades (militares o no) especializadas en el combate bacteriológico, químico y tecnológico, reforzando el único Regimiento NBQ (nuclear, biológico químico) de las FAS y el equipamiento oportuno al respecto para todas las unidades, especialmente la UME y las de Policía Nacional y Guardia Civil y potenciando la ciberdefensa. Y dotarlas de medios. Los gastos en armamento convencional son claramente excesivos en función de su utilidad real ante los nuevos retos que presenta la sociedad globalizada. Cualquier pequeño grupo adiestrado y coordinado puede emplear virus (reales o informáticos) o sustancias químicas con muy poco utillaje y con una gran difusión. Y estar fuera del alcance de los mismos en un tiempo récord, mucho antes de que la sociedad atacada pueda siquiera saber que lo ha sido.

Hay que instruir también a la sociedad civil en tareas de defensa. En esta pandemia, la población ha reaccionado con una gran disciplina y conciencia social, con algunas excepciones muy poco ejemplarizantes, especialmente las de personajes públicos de gran tirón social. ¿Serán esas excepciones la brecha que haga que la próxima vez que sea necesaria una actuación similar, haga que la población no reaccione igual de bien? ¿Se ha conseguido transmitir con suficiente eficacia la imperiosa e ineludible necesidad de las medidas tomadas? ¿O la irresponsabilidad de algunas fuerzas políticas que han “quitado hierro” a las necesidades que han justificado estas actuaciones han generado en un grupo de ciudadanos unas dudas que pueden perjudicar actuaciones futuras similares que puedan ser necesarias?

Cuando algunos líderes políticos afirman (o insinúan) que la pandemia se ha debido al ataque de una potencia extranjera, ¿es coherente mantener al mismo tiempo que no pasa nada, que la crisis se resolverá sola, o en el colmo de la insensatez, que apenas morirá una pequeña parte de la población? Si hubiera sido realmente un ataque de una potencia extrajera, ¿habrían mantenido la misma posición hasta que la guerra se hubiera perdido completamente y la población hubiera sido diezmada o aniquilada? ¿Es necesario instruir a esos líderes en lo que supone una amenaza bacteriológica para que no resten importancia a un problema causado (incluso fortuitamente o de forma natural) por un virus? ¿Esa instrucción deberá incluir algunas cuestiones de sentido común como sumarse (en el plano que le corresponda) a la Defensa de su país, y no criticar en momentos de crisis a quienes la dirigen? ¿Es necesario inculcar sentido común a nuestros dirigentes?

Más vale por tanto invertir en tener unas FAS profesionalizadas, atentas a las amenazas reales de la sociedad actual, formadas para unas intervenciones rápidas a las órdenes de las autoridades que corresponda. Unas FAS imbricadas en la población civil (ciudadanos de uniforme) remuneradas adecuadamente, con carreras que no acaben en la flor de la vida (45 años) porque en este nuevo campo de juego la experiencia es un grado. Unas FAS profundamente democráticas, conscientes de su papel real, que abandonen esa mala costumbre de algunos de entender que el poder que la sociedad delega en ellos para ejercer la fuerza y la defensa, les legitima como si fueran los propietarios de esa fuerza y de esa defensa, y no los simples depositarios por contrato social suscrito por todos los ciudadanos, sea cual sea su ideología, sexo, raza, creencia religiosa y cualesquiera otras circunstancias personales.

Y unos protocolos de defensa razonados y razonables, establecidos mirando de frente las nuevas amenazas multiplicadas por la globalización y la tecnificación de la sociedad. Unos protocolos que contengan mecanismos razonablemente flexibles que sean capaces de enfrentar de forma decidida cualquier amenaza de las de nuevo cuño, sean provocadas por potencias extranjeras, por enemigos internos o simplemente por una naturaleza a la que tratamos cada vez peor y que puede acabar haciéndonos pagar la displicencia con la que la tratamos, extinguiéndonos de la faz de la tierra para proteger la vida. ¡Qué ironía!

La defensa de un país implica la defensa de todas sus diversidades. Si se instruye mínimamente a los ciudadanos en conceptos básicos de defensa, (empezando ya en la escuela) y a las FAS de forma intensiva en la defensa ante los nuevos retos de un país en su totalidad, y no solo en una parte del mismo evitando una visión sesgada de conceptos como patria, nación o país, estaremos preparados para defendernos de verdad. ¿Para ganar? Nunca se sabe. El enemigo silencioso es muy difícil de parar. Pero con lo que no se le parará, como no se le ganará, será con bombas, fusiles y armamento convencional, sino con Investigación y Desarrollo para estar “a la última” en relación con las nuevas armas y amenazas. No nos va la patria en ello. Nos va la vida.

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