¡Insostenible!

Democracia y medioambiente: el debate

Ramiro Feijoo

Hace unos meses Ignacio Sánchez-Cuenca, desde las páginas de infoLibre, lanzó un provocador dilema que tituló El calor y la democracia y que, también desde este periódico, se contestó con Al calor de la democracia, en el que se contrastaban, al menos teóricamente, dos distintas formas de enfrentarse a los retos ecológicos: la tecnocracia medioambientalista frente a los mecanismos legislativos usuales de una democracia representativa. Esperaba que el debate continuara, pero, como no ha sido así, he pensado en reabrirlo por mi parte. Nada puede ser más pertinente cuando nos encontramos, día sí y día no, con las consecuencias destructivas del calentamiento climático y, al tiempo, con la inactividad o pasividad de muchos gobiernos, especialmente el nuestro.

Y es que seguramente no hay mejor ejemplo que el medioambiental para comparar las dos formas de concepción de la democracia que vienen debatiéndose durante las últimas décadas. Por una parte, la democracia popular clásica, que se basa en la soberanía popular y en la rendición de cuentas periódicas, mediante el voto, de las acciones de los gobernantes. Todos conocemos sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Entre las ventajas, que un sistema así es inclusivo (contribuye a que el ciudadano se sienta representado), genera legitimidad y supone, además, en lo práctico, una suerte de mecanismo de alarma ante la potencial impopularidad de las políticas.

Los inconvenientes son especialmente relevantes en el caso del medioambiente. Los gobiernos actuales son transitorios y se deben al electorado por un periodo tremendamente breve de tiempo, cuatro años, que limitan el horizonte de sus acciones convirtiéndolas en peligrosamente efímeras. La política actual, lo conocemos bien, es miope, cortoplacista, cobarde, evalúa sus consecuencias en un horizonte chato, es decir, lo contrario de lo que consideramos una política sostenible en lo económico y medioambiental.

Frente a estos problemas, desde los años 90 ha tomado consistencia una línea de pensamiento (cuyo más destacado defensor es Faared Zakaria) que pretende evitar estos inconvenientes entregando el gobierno a los tecnócratas. La crítica es doble. Por un lado, se censura a los gobiernos dirigidos por partidos políticos, centrados en sus objetivos cortoplacistas y a menudo incluso tachados de depredadores por sus estrategias partidistas corruptas. Se observa también como una necesidad la sostenibilidad de las políticas en el tiempo, por lo que la propia transitoriedad de los gobiernos les hace consustancialmente limitados en su impacto real.

Pero, por otro lado, también se desconfía del control popular, que impone unos límites que impiden la racionalidad científica de las decisiones tecnocráticas. El pueblo está poco informado, no puede abarcar problemas de gran calado que exigen un estudio en profundidad en ocasiones tremendamente técnico. Su subjetividad y sus intereses particulares y egoístas son un impedimento a la implantación de políticas racionales y científicas. Además, y no menos importante, sus intereses a corto plazo pueden situarse en contradicción con los intereses a largo plazo del país (o del medioambiente).

Desde esta concepción de la democracia moderna, se aboga, por tanto, por una esfera protegida de gobierno. Las ventajas de un gobierno tecnocrático provienen de su naturaleza en principio científica, de su independencia teórica de los partidos y de sus intereses espurios, de su defensa ante los límites que imponen las decisiones de una masa poco informada, de su compromiso con políticas a largo plazo, es decir, derivan de todo aquello de lo que suelen carecer los gobiernos liderados por partidos políticos y en general la democracia popular al uso.

Este tipo de gobierno entronca con la tradición constitucionalista o procedimental de la democracia, en la cual tiene menos importancia el gobierno popular y más el sistema de balances internos institucionales. Su forma de actuación y gobierno también está rigurosamente diseñada. Así, se incorporan instrumentos que se consideran fundamentales en la gobernanza como son la transparencia y la participación activa de los grupos de interés (asociaciones de consumidores, empresas, ONG, lobbies en general) que de alguna manera sustituirían mediante su opinión especializada, interesada y contrastada, al común de los votantes, supuestamente ignorantes o al menos ajenos a las consecuencias de las políticas en cuestión.

La gobernanza actual de la Unión Europea es un ejemplo de libro de esta administración tecnocrática con escasa rendición de cuentas ante el electorado. Las críticas por mi parte vendrán luego. Ahora quiero poner de manifiesto que en lo que respecta al medioambiente el papel de la Unión Europea ha ido muy por delante de la mayoría de gobiernos elegidos de la propia Unión, con algunas salvedades como Alemania, Holanda, Suecia o Dinamarca y desde luego ha sido la piedra de toque de la mayoría de los avances que se han producido en España, donde los gobiernos han sido por lo general cobardes, reticentes o, como el actual, abiertamente revisionistas en lo que a política medioambiental se refiere.

Gran parte de nuestra legislación medioambiental se debe al cumplimiento de los reglamentos europeos y a la adaptación de sus directivas, y no a una iniciativa interna al respecto. Sin la tecnocrática y escasamente democrática Unión Europea ¿se reciclaría en España? ¿se realizaría el mismo control de aguas superficiales? ¿se estarían tomando medidas contra la contaminación de nuestras ciudades como por fin se está haciendo? ¿habríamos tenido la misma posición proactiva que tuvo la UE en el acuerdo de París? ¿estaríamos tomando la más mínima medida para combatir el cambio climático? Creo que en todos los casos la respuesta es que España, y probablemente el total de Europa en su conjunto, caminaría varios pasos por detrás de las políticas comunitarias actuales.

Las políticas sostenibles son, por propia definición, economías que buscan el largo plazo, que requieren casi siempre una acción eficaz y valiente, en términos schumpeterianos, de "destrucción constructiva", que implica desincentivar o incluso prohibir economías que funcionan hoy para sustituirlas por economías que funcionarán mañana y cuyos beneficios rara vez se vislumbrarán antes de los cuatro años. Ahora mismo pueden existir alternativas a producciones contaminantes por parte de la economía verde, cuyos resultados podrían ser casi inmediatos (renovables, por ejemplo), pero no siempre es así. Sabemos, por ejemplo, que una importante contribución a la solución de los incendios en Galicia sería la sustitución del monocultivo del eucalipto pirófilo por bosques mixtos autóctonos, pero ¿suponen estos una alternativa económica a corto o medio plazo viable para los miles de familias que viven de aquel?

En el otro lado de los ejemplos encontramos el gobierno económico del Banco Central Europeo, carente de control democrático directo alguno y, en mi opinión, responsable de unas políticas afines a los acreedores no europeos que han condenado a la crisis sistémica de los países del Sur de Europa. También en este caso hablamos de un gobierno tecnocrático que no ha sufrido una rendición de cuentas directa que hubiera podido limitar sus acciones y que, por tanto, ha seguido con una política nociva en términos sociales más allá de lo que probablemente hubiera soportado un gobierno nacional representativo al uso. En mi opinión, sus políticas han tomado claramente parte, se basan en principios menos científicos y además tienen consecuencias sociales e incluso económicas negativas. La lejanía de los fríos tecnócratas europeos en este caso nos juega una mala pasada.

¿La solución a todos nuestros males?

Saco a la luz estos dos ejemplos contradictorios para poner de manifiesto que el debate no es de luces y sombras ante las consecuencias de un gobierno tecnocrático. La razón de esta contradicción puede descansar en que la política medioambiental goza de unos consensos científicos y académicos mucho más amplios que la política económica y de unas presiones seguramente menos férreas en muchos ámbitos que esta segunda, y que por tanto puede avanzar con mayor racionalidad objetiva ajena a intereses partidistas y cortoplacistas, lo cual no es óbice para reconocer que, en ocasiones, como el conocido caso de las emisiones del grupo Volkswagen, pueda suceder lo contrario. La ciencia, en general, camina independiente de los intereses políticos y sociales, pero sería ingenuo pretender que es ajena totalmente a estos. La supuesta esfera protegida por la que abogan los tecnócratas nunca ha estado completamente protegida: presiones existen y han existido, y las puertas giratorias en círculos cerrados de decisión son un peligro contra el cual todavía no se ha encontrado solución.

Confieso como historiador mi desconfianza innata hacia las teorías resultadistas que pretenden primar los supuestos efectos sociales positivos sobre el control popular, porque en realidad son nuevas formas del viejo primer liberalismo (libertades individuales y económicas, salvaguarda de la propiedad, elitismo gubernativo, nula participación social). En todo caso, ante los gigantescos retos ecológicos que tenemos por delante y la realidad de una administración ambientalista europea eficiente y a la vanguardia mi pregunta se mantiene ¿no nos conviene a los ecologistas, al menos españoles, beneficiarnos de esta tecnocracia que no rinde cuentas directamente cuando los beneficios en nuestro caso han sido evidentes?

Dejo aquí los términos crudos del debate con la esperanza de que vengan otros para hilar más fino y tal vez, ojalá, para sacarnos de dudas. ______Ramiro Feijoo es geógrafo e historiador, colaborador del Observatorio de RSC y de Economistas sin Fronteras

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