Tiempos Modernos

Aznar, el visionario hipermétrope

Posiblemente no sea este el lugar indicado para hacerlo, pero he de confesar una secreta admiración por José María Aznar que me ha llevado a la insana costumbre de comprar todos sus libros. De vez en cuando vuelvo a ellos como el que vuelve a un clásico. Con la notable diferencia de que, mientras los clásicos te aseguran un sereno deleite, leer a Aznar es arrojarse a los brazos de la fortuna: lo mismo te alegra un día triste con alguna de sus obviedades relatadas con la trascendencia del que pronuncia un conjuro, que te jode uno divertido con una de esas afirmaciones teóricas suyas que al compararlas con la práctica de su gestión se demuestran puro cinismo.

En 1994, el entonces líder de la oposición y candidato al Gobierno, José María Alfredo Aznar López, publicaba España, la segunda transición. Como pueden ver, la referencia a la necesidad de ese segundo tránsito es reclamada recurrentemente por algunos políticos como urgencia nacional. Recientemente han sido tanto Albert Rivera como Pablo Iglesias quienes se han referido a la necesidad de ponerlo en marcha, Iglesias incluso ha llevado el término al título de uno de sus libros, pero no es ese asunto -anecdótico o tal vez no- en el que quiero detenerme.

España, la segunda transición incluye en la portada una foto de Aznar en la que, sorprendentemente, el expresidente del Gobierno parece un tipo normal. Por una vez –no recuerdo ninguna otra– una imagen de Aznar se aleja de las habituales sensaciones que provoca su figura pública, es decir, no resulta ni grotesca ni siniestra. Aznar aparece con una actitud amable, nada impostada, y con gesto relajado, sin esa vocación tan suya de transmitir en su pose lo gran estadista que cree ser.

Eso en la portada. En su interior, Aznar despliega una serie de ideas y propuestas sobre aspectos de la política española que él considera fundamentales. Desde la configuración territorial a la revitalización de la democracia, pasando por la recuperación del centro. Respecto al interés de Aznar por recuperar el centro, cabe apuntar que, al contrario de lo que ocurre en las grandes ciudades, en el centro político –tal vez por su condición de territorio imaginario- aparca todo el mundo.

El libro tiene, como es natural en una época en la que salían a la luz los grandes escándalos del gobierno de Felipe González, un apartado denominado Contra la corrupción. En uno de sus párrafos, bajo el epígrafe Complicidades, relata con prodigiosa exactitud para haber sido escrito hace veinte años lo que a día de hoy ha resultado ser el presente de su partido: “ […] lo peor de la corrupción en la democracia consiste en las complicidades que crea: complicidades entre los miembros de un partido político o facción, complicidades entre los responsables de los poderes públicos y los sujetos económicos que tienen que relacionarse con ellos, complicidades incluso entre electores y elegidos cuando el voto se convierte en recompensa por un favor recibido.” Es verdad que, para que el retrato hubiera sido perfecto, debería haber incluido entre esas complicidades la de algún miembro del poder judicial, pero debemos disculparlo porque es imposible prever los frutos del constante esfuerzo innovador y de inversión en I+D del Partido Popular en lo que a corrupción se refiere.

Algo más adelante, Aznar viene a dar muestra de una cualidad a la que en alguna ocasión nos hemos referido aquí: la pasmosa precisión con que los políticos son capaces de diseccionar los males que aquejan a un partido, siempre y cuando, claro está, no se trate del suyo. Así, el expresidente responsabiliza al Partido Socialista de “haber convertido la corrupción en un elemento necesario del sistema, como lo demuestra el hecho de que los asuntos conocidos no sean meros casos aislados, sino columna vertebral de una práctica política y social manifiestamente indeseable” y de “no haber transmitido a la ciudadanía, ni por acciones ni por iniciativas, la voluntad de eliminar la corrupción”. Extraña, leyendo estas líneas, que Rafael Hernando no haya aprovechado una oportunidad así para acusar a Irene Montero de haber copiado parte de su discurso del Rincón del Vago.

Para el Aznar del 94, el “gran fallo” ante la corrupción consiste “en no estar preparados, en no haber previsto mecanismos que combatan eficazmente los fenómenos de desviación de poder, de abuso del mismo, de malversación de los caudales públicos”. Y concluye afirmando: “Para mí, un demócrata con responsabilidades públicas nunca puede decir como exculpación que un hecho de corrupción le cogió por sorpresa”.  Y, para tranquilizarnos, añade que, afortunadamente, “el mal no está en los españoles sino en la forma en que se ha gobernado España. Esto es lo que hay que cambiar”.

¿Qué pasó entonces? Cómo es posible que alguien que percibe el problema de la corrupción de una forma tan sagaz y que tan rotundamente afirma conocer las medidas necesarias para atajarlo tenga entre sus méritos el haber legado un partido que ha conseguido, entre otros condenables hitos,  que el responsable de poner nombre a las operaciones policiales haya acabado pidiendo una excedencia –“estoy vacío, no se me ocurre nada más”, ha declarado entre sollozos–.

¿Qué hizo que este muchacho idealista y lleno de buenos deseos, aunque tal vez un poco alocado, acabara nombrando ministros, entre otros, a Jaume Matas y Rodrigo Rato? La hipermetropía política: un error de enfoque que impide al mandatario ver con claridad los objetos próximos. Sin descartar, claro está, que Aznar hubiera estado tan ocupado escribiendo el libro que no hubiese tenido tiempo de leerlo.

Aznar se dirige a las Fuerzas Armadas para agradecerles la recuperación de Perejil

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En realidad, es muy posible que sólo lo haya leído yo porque, dados los resultados prácticos, no se puede decir que entre los cargos del PP el libro haya sido un best sellerbest seller. También pudiera ser que lo hayan leído pero el estilo de Aznar, profuso en citas de Heródoto, Thomas Jefferson o Benjamin Constant, no acabe de calar en personas del tipo de Francisco Granados. Para que en gente así la admonición tuviera efecto sería más beneficioso que Heródoto, Jefferson y Constant se presentasen a media tarde en el Shamanta’s Bar y les amenazaran con partirle las piernas al que volviera a llevarse una comisión.

El libro está descatalogado pero he indagado y aún puede conseguirse algún ejemplar a través de Internet. Las ofertas son una metáfora del propio Aznar y la curiosa discordancia que su ego mantiene con la realidad: una de ellas tasa su precio en 357 euros mientras que otras llegan a rebajarlo 2. El poético azar ha querido que la librería de Dos Hermanas, Sevilla, que pide casi cuatrocientos euros, esté situada en la avenida de Alonso Quijano. Sólo un loco con delirios de grandeza puede ser capaz de casar a su hija en El Escorial con pompas de emperador y escribir, además, párrafos como este: “Un gobierno democrático no puede hacer nunca ostentación de abundancia de medios con cargo al erario público. La austeridad, entendida en su sentido originario como sobriedad, sencillez y ausencia de alardes, ha de ser la primera característica del comportamiento de los poderes públicos y de sus servidores. Recuperar el sentido de la austeridad es una tarea que me propongo llevar a cabo”. Y no contento aún, añade: “Confieso que frente al gusto por las parafernalias del poder me resulta mucho más atractivo hacer de la sencillez una señal distintiva de comportamiento”.

A día de hoy, el único gesto de austeridad que es obligado reconocer a Aznar es el cambio operado en su bigote, al que los sucesivos recortes han convertido en lugar de bigote en un carpacho.

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