Qué ven mis ojos

El 28 de diciembre nos recuerda lo que somos durante los otros 364 días del año

“No puedes mirar a la vez las banderas y el suelo que pisas, y ahí es donde han puesto las minas”.

Acaba un año, comienza otro, hacemos proyectos y resúmenes, echamos cuentas, sabemos que la vida sigue, pero a la mayor parte de nosotros nos gustaría que lo hiciese por otros caminos, no tan llanos para unos pocos mientras están tan en cuesta para los demás, tan helados y al borde de un abismo. Los calendarios han cambiado de número y tenemos la impresión de que las hojas del libro del futuro vuelven a estar en blanco, aunque convenga siempre tener presentes los versos del maestro Ángel González, "te llaman porvenir / porque no vienes nunca". Pero eso, de momento, puede esperar, hoy es la hora de los buenos deseos, que en este mundo gobernado por gente despiadada que sólo obedece los embaucadores cantos de sirena del dinero y el poder, siempre están bajo sospecha y estricta vigilancia, en riesgo de ser ridiculizados. Por ahí empieza todo, nos echan veneno en los oídos, como a los reyes de las obras de Shakespeare, y uno de los más tóxicos es el que sirve para degradar los principios, infectar las palabras que los definían: paz, solidaridad, igualdad… Con lo que ha ocurrido y, sobre todo, con lo que ha estado a punto de ocurrir en España en ese año para olvidar que ha sido en muchos aspectos 2017, ¿habremos aprendido, de una vez por todas, que los demagogos nunca son inofensivos, que sólo son pintorescos hasta que empiezan a ser peligrosos? Para seguir una bandera hay que mirar hacia arriba y eso impide que veas por dónde pisas, que tengas los pies en el suelo. “El 28 de diciembre nos recuerda lo que somos durante los otros 364 días del año”, decía Mark Twainn, y aparte de que acaban de ser los Santos Inocentes, yo siempre voy a fiarme de alguien que creó de la nada Las aventuras de Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer.

No es el fútbol: el deporte nacional es tirar balones fuera

Somos mejores que quienes nos engañan, pero eso no nos hace ser inocentes, nuestra obligación era tener cuidado, desconfiar de los vendedores de humo cuyo negocio es quemar puentes, reducir las ideas a cenizas; y lo cierto es que no hemos cumplido con esa tarea; nuestro deber de ciudadanos demócratas era no cerrar los ojos, no quedarnos en casa, recordar que esa gente no está de broma, que es el mismo perro con otro collar, que ha venido a sembrar la cizaña de toda la vida, a avivar fuegos que creíamos extinguidos. La pregunta es: ¿Conflictos de identidad nacional o religiosos en el siglo XXI? Que la respuesta sea afirmativa, hiela la sangre. El culto y soberbio occidente miraba por encima del hombro al resto del planeta, seguro de que esas cosas aquí no pasaban, eran esquirlas de Edad Media conservadas en el formol de la ignorancia, asuntos propios de pueblos sin desarrollar, peleas de bárbaros. Pero luego los Balcanes; pero luego el terrorismo islámico que cometen contra sus compatriotas personas que eran musulmanas pero nacidas en Gran Bretaña, Francia o Alemania, estudiantes universitarios o trabajadores envueltos en cinturones-bomba, radicalizados con cuatro discursos y un par de manuales del perfecto yihadista leídos en internet. O de puertas para dentro, y salvando todas las distancias que se quiera, el asunto de Cataluña, que se hizo evidente mientras parecía increíble. ¿Aquí? ¿A nosotros? Sí, de nuevo; y pensar que quizá la única diferencia entre eso y por ejemplo la catástrofe de la antigua Yugoslavia pueda haber sido que nuestro independentismo no tuviese un ejército propio, también da miedo.

Deseo que no nos engañen, que no nos manipulen, que no nos enfrenten, que no nos juren que levantar más fronteras nos hará más libres. Deseo que nunca se vuelva a calificar a un ser humano de ilegal. Deseo que no nos roben, que esta sociedad por la que tanto ha luchado tanta gente desde que la dictadura se extinguió, que con todos sus defectos también es una manera de acabarse, no se divida entre los que no tienen para pagar la luz y el presidente de la misma compañía hidroeléctrica que cobra cuarenta y tres mil euros al día. Deseo que los bancos no se dediquen a atracar de dentro a fuera a sus clientes, en lugar de defender su dinero. Deseo que los pobres no se dejen la vida para financiar los caprichos de los ricos, mientras ellos tienen la nevera vacía y el buzón lleno de facturas que no pueden afrontar. Deseo que no haya un solo desahucio más, una atrocidad que en el noventa por ciento de los casos consiste en que quien te ha exprimido, se quede también con la cáscara. Deseo que no muera otra mujer, que la escoria que las mata y las tortura en un infierno de ochenta metros cuadrados se extinga, sea borrada del mapa, y quienes tendrían que defender a sus víctimas usen para ello las fortunas que blanquean, defraudan, utilizan para financiarse ilegalmente o se llevan a un paraíso fiscal. Deseo que no vuelva a haber en mi país algo parecido a un clan Pujol, cínicos que pasan de honorable a miserable en cuanto se descubre quiénes eran de verdad y lo que escondían en sus armarios. Deseo que no vuelva a haber un partido que engañe a todos, cometa todos los delitos posibles, haga todas las trampas habidas y por haber y no pague por ello, sino que sea recompensado. Deseo que mi país esté de una vez por todas a la altura de las mujeres y hombres que lo forman, por lo general buena gente, y no tan a menudo en manos de lo peor de cada casa, los que pervierten, alteran, nublan... “Dios creó el alimento, el diablo los cocineros”, escribió James Joyce.

Deseo todo eso, entre otras cosas. Habrá quien me llame ingenuo. Peor para ella o él, mejor para mí, porque esto, ya que estamos, es como lo de los Santos Inocentes: la historia es la misma, y luego hay quien está del lado de los niños y quien está de parte de Herodes.

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