Desde la tramoya

La privacidad, 1791-2018. Descanse en paz

A los 227 años de edad, la privacidad murió este miércoles entre convulsiones en un plató de televisión de Madrid. Se marchó en soledad, rodeada de unos pocos seguidores, tras sufrir una lenta enfermedad que se había acelerado en las últimas dos décadas, desde la generalización del uso de los teléfonos inteligentes.

La privacidad nació en 1791, cuando apareció en la Cuarta Enmienda de la Constitución Americana. Su partida de nacimiento decía: “El derecho de los habitantes de que sus personas, domicilios, papeles y efectos se hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrarias, será inviolable”.

Desde entonces, la privacidad tuvo una vida próspera, cosmopolita y feliz. Se abrió paso en las constituciones del mundo y llegó a consagrarse en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948:  “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. La privacidad disfrutó largo tiempo del respeto general del público, que deploraba la publicación de cartas privadas sin autorización de sus remitentes, aceptaba la existencia de secretos oficiales por “razón de Estado” y distinguía bien las conversaciones y comportamientos a puerta cerrada de los que sucedían en espacios públicos.

Las primeras dolencias le llegaron a la privacidad con el nacimiento de la sociedad de masas contemporánea. Las revelaciones de documentos oficiales confidenciales, filtrados a periódicos de papel, radios y televisiones, comenzaron a dañar su salud de manera que ya resultaría irreversible. La privacidad, que llevó desde entonces una vida licenciosa y confiada, abusó de su condición y de su estilo de vida hasta extremos que resultaron inaceptables para muchos. Acusada de hipócrita, la privacidad empezó a ser despreciada por la mayoría, a la que ofendía el creciente contraste entre el comportamiento privado y el comportamiento público, especialmente cuando se observaba a las autoridades.

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La privacidad llegó a resultar a veces cómica, como cuando un fotógrafo de la agencia de noticias Reuters utilizó su zoom para fotografiar una nota en la que el presidente George Bush pedía permiso a su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, para levantarse e ir al baño, en medio de una cumbre internacional: “Creo que necesitaría un momento para ir al lavabo… ¿sería posible?”. Pero aún era 2005. No habían nacido ni Twitter ni Instagram, ni Whatsapp, ni los iPads, ni los nuevos sistemas cifrados de comunicación entre teléfonos. La privacidad se volvió sencillamente ridícula cuando la gente comenzó a colgar sus fotografías íntimas para ponerlas a la vista de todo el mundo. Cuando cualquiera en cualquier momento pudo sacar una fotografía de cualquier cosa. Cuando ya no bastaba con saber qué pasaba en el escenario, sino que el público exigía ver también las bambalinas. La privacidad perdió protagonismo cuando dejó de ser suficiente ver el espectáculo, y la gente se animó a escudriñar el making off.

La privacidad recibió la noticia de su desahucio cuando los poderosos se aventuraron a simular que aún la tenían en estima. Cuando prefabricaron y distribuyeron vídeos de su “vida privada” que en realidad habían sido minuciosamente manufacturados. Cuando aceptaron que su vida personal también era objeto del interés público. Cuando estuvieron dispuestos a simular como espontáneo lo que era sólo una representación ante la cámara.

La privacidad murió por sus excesos. Aún unos pocos velan por ella. La mayoría cree que se fue para no volver.

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