Desde la tramoya
El arte de la provocación y la torpeza de los provocados
Ha vuelto a suceder. Esta semana un par de veces, o tres. Un artista avezado en las artes de la publicidad provoca a las autoridades con su obra, las autoridades se rasgan las vestiduras, los medios prestan atención, el público discute en las cafeterías, y el artista logra notoriedad. El ejemplo más llamativo y más lucrativo para el artista, fue el de Santiago Sierra, cuyos Presos políticos en la España contemporánea fueron censurados en ARCO el miércoles. El caso más sangrante, el del rapero Valtònyc, confirmado en su pena de cárcel el martes por componer y cantar canciones incendiarias. Y la noticia más ñoña y pintoresca, la de Marta Sánchez, elogiada por la derecha por cantar el himno de España con letra propia en un concierto.
Que haya artistas provocadores no debería sorprendernos a estas alturas. La religión, la política, el sexo y la podredumbre son jardines abiertos y proclives a la expresión artística. Siempre ha sido así y así será por siempre. De Caravaggio a Damien Hirst. De Duchamp a Madonna. De Salman Rushdie a Bansky. Con la provocación, los artistas rompen tabúes y generan debate púbico, que a la postre genera cambio social. Nada nuevo. Pero lo que sí sorprende es la ingenuidad con la que en España han reaccionado esta semana las autoridades supuestamente ofendidas por los provocadores.
Santiago Sierra era hasta ayer un artista/activista de la fotografía y el vídeo, con una amplia trayectoria en galerías y museos europeos y estadounidenses, pero consagrado solo en el muy elitista ámbito del arte contemporáneo. Sierra por definición provoca. Esa es su intención. Paga a prostitutas o a heroinómanos para sus performances. Pone a gente a fornicar en una sala o a inmigrantes a cavar su propia tumba. Devuelve un premio nacional al Ministerio de Cultura en modo niño contestón, aunque por otro lado acepte de ese mismo Estado al que desprecia el encargo pagado de un recinto para una exposición. La decisión de retirar las fotos pixeladas de los presos políticos de las paredes de ARCO no la tomó el director de la feria, ni la galerista que las exponía, Helga de Alvear, sino el empresario Clemente González Soler que dirige Ifema, un señor conservador que con seguridad no sabía lo que hacía al pedir que se desmontara la obra. El resultado ha sido satisfactorio para los provocadores, menos para el sector del arte y muy triste para la libertad de expresión en España.
Hoy todo el mundo conoce a Sierra y su cotización habrá aumentado en el caprichoso mercado. La galerista ha vendido la pieza por 80.000 euros más IVA, a pesar de que –ha dicho ella misma– Sierra es muy difícil de vender. Los titulares que ARCO debería obtener por la calidad de las obras expuestas estos días han sido suplantados por la polémica y The Economist o Amnistía Internacional ya pueden incluir la censura como uno de los elementos que ponen en cuestión la calidad de la democracia española. Buen negocio para Sierra y sus publicistas; no tanto para nuestro país.
Valtònyc es un rapero mallorquín que tienen una decena de discos autoeditados. Su música ha sido distribuida gratuitamente por Internet y en Spotify, por ejemplo, consta tan solo un tema, con un millar de oyentes. Supongo que si él puede decir que quiere muerto al rey, no se ofenderá mucho si yo digo que su música no vale una mierda. Pero eso no es lo relevante. De nuevo, lo importante es que con sus querellas los demandantes, y con sus sentencias la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, lo único que logran es dar notoriedad a una provocación que, de otro modo, habría quedado encerrada en un garito mallorquín o bilbaíno. Una vez más, respondiendo al show del provocador, la comunidad degrada su libertad de expresión, limita el libre funcionamiento del arte en su mercado y eleva la cotización de los artistas por encima de su verdadero precio. Además, un tipo que lo único que hace es cantar (mal), tiene que pasar una temporada en prisión.
Lo de Marta Sánchez, por último, está en otra dimensión. Las provocaciones de Marta son de arte naïf: cantar delante de soldados españoles en el Golfo Pérsico, en evento patrocinado por el Ministerio de Defensa en 1992, desnudarse en Interviú por 350.000 euros de hoy (35 millones de pesetas de 1992), y esta semana cantar el himno de España con letra propia. Marta es muy simpática y tiene muy buena voz. Pero la televisión no le habría dado ni un minuto a su concierto si no hubiera sido por el cierre patriótico en el Teatro de la Zarzuela. Y menos aún si no hubiera sido por la reacción del mismísimo presidente del Gobierno felicitándola por la iniciativa, de cientos de coristas comentándolo en los medios de comunicación, y de ofendidos nacionalistas y exquisitos de izquierda acusando el golpe.
Ninguna de las tres expresiones artísticas –la fotografía de Sierra, la música de Valtònyc o el himno versionado de Sánchez– han sido discutidas por su calidad intrínseca, en los tres casos cuestionable, como mínimo. Las tres entran dentro del epígrafe de la mera provocación, del simple espectáculo. Una sociedad tolerante y madura como debería ser la nuestra trataría de entender esas provocaciones como lo que son. Acciones de relaciones públicas, sin más. Mejor sería no entrar en su juego. El arte de verdad supera esas controversias y queda al cabo de los años. Los artistas provocadores entrarán en la Historia por la calidad de su arte, o en el anecdotario por el tamaño de su provocación. Hacen lo que pueden. El problema son los torpes ofendidos que, rasgándose las vestiduras por la ofensa, lo único que logran es elevar a los artistas al estatus en el que no estarían, ni como artistas ni como provocadores, si se les hubiera ignorado.